Y me preguntaba por qué todo un planeta vive pegado a las pantallas viendo el Mundial de Fútbol más allá de las culturas y las tradiciones de las diferentes regiones de esta pelota llamada “mundo”. Nada de porque sí y el marketing . “No, señora. Tiene que haber algo más en el subsuelo de las motivaciones humanas que aporte una emoción de tal envergadura e irrepetible por otros deportes o prácticas”, me dije.
Una gran satisfacción en remanencia aparecía en el camino… así que me pregunté cuál sería la causa última para que mujeres y hombres, niños y grandotes siguieran con detalle las jugadas, las vidas, y la historia de sus equipos, con la fidelidad que desearan muchos enamorados.
En el hospital, los muelles, el metro, la lancha, el salón de belleza, el aula, el campo, la torre, la celda, en fin, en todas partes, se desea el gol y se sigue con el corazón en la mano a la Selección propia.
Imagen mental. Procedí a poner en mi memoria la imagen mental de un partido y el recorrido de sus jugadores con la bola, hacia un lado y hacia el otro de la cancha, varias veces, hasta que di con el recuerdo del señor del método: Aristóteles, y su idea de “mimema”.
No crean, di varios rodeos, entre fagocitos, resonancias pitagóricas y sustratos geológicos, hasta encontrar una tentativa de respuesta, que, como siempre, fue la más simple, por lo menos para mí.
El isomorfismo biológico apareció tan claro como el cielo de junio: allí estaban los jugadores corriendo, ya no como fagocitos detrás de una bacteria, sino como espermatozoides tras la red-himen que marca la cancha y contiene a la bola ante el insondable hueco inicial con que fue conformado originalmente el fútbol.
Un hueco en la tierra, un hueco en la pared, un hueco en el borde, una red en los dos límites de una matriz, origen del mundo, esperando una pelota hecha con vejiga de vaca en el Egipto de Ramsés y la Grecia de Pericles. Cocida y rellena de fibras vegetales en la China antigua y de menor tamaño al de hoy en día, en que la bola se certifica, pegada, de piel sintética y de un máximo de 430 gramos de peso.
Pero así estaba la escena tan parecida, tan similar a la fertilización de un óvulo, que no pude dejar de sonreír cuando en Internet confirmé el mencionado origen del fútbol como rito egipcio del mito de la fertilidad.
“¡Y viene el jugador y logra penetrar la red con la pelota sin resistencia alguna…!”, dice la locutora del canal 11 y, entonces, ya sé el porqué de que los saltos, los cabezazos, codazos, caídas y tiros continúen elevándose hasta lanoosfera, como la mejor estrofa del Cantar de los Cantares (adornada por los correspondientes controles de la historia de las civilizaciones, como el árbitro y el portero, en tanto los tres poderes y demás dispositivos anticonceptivos).
El “gooolll” del embarazo es aplaudido, una y otra vez, en su destilado isomorfismo biológico, y nos enorgullecemos y nos extasiamos en la magia de la humanidad más antigua: el golazo. Porque nos lo metieron o porque lo metimos. “Mismo universo, mismas leyes”, diría el maestro Aristóteles al pensar en la reproducción humana.