Con el advenimiento de la independencia, Costa Rica, al igual que el resto de Estados centroamericanos, inició un iter por la consolidación de su estructura sociopolítica. Comúnmente, se enseña en las aulas escolares, cual rito de preservación de la inocencia institucional, que este trance de la vida sujeta a la corona española, al manejo de los asuntos públicos por propia mano, resultó pacífico y sin mayores problemas.
Sin embargo, el cambio operado en 1821 no solo supuso una ruptura del orden político, sino también una modificación de las relaciones en el tejido social. Los cambios operados fueron por demás traumáticos, en términos de reacomodo de la estructura del conglomerado social.
El vacío en el poder, producto de la declaratoria de independencia, suponía un espacio para el ascenso de una nueva base hegemónica, plataforma que debía legitimarse en procesos e institutos diversos al abyecto régimen monárquico.
La respuesta dada por los grupos que, a razón del modelo agrícola colonial y la herencia de un antiguo linaje, detentaban un poder simbólico en el país, fue crear un concepto que identificara a todos: la nación.
Nuevo producto social: la nación. Como construcción teórica, “nación” supone la existencia de rasgos característicos puntales, todos con contenidos dados a partir de un grupo “élite” o poseedor diferencial de bienes (tangibles o intangibles) cuyo fin es llevar a cabo intereses individuales o de clase para imponerlos a otros por mecanismos institucionalizados. Desde esa perspectiva, el derecho fue uno de los dos instrumentos para implantar en el inconsciente costarricense la semilla de dicho concepto: la ley no iba de acuerdo con los intereses de las mayorías, sino del grupo oligárquico que influía formal o informalmente en la legislación.
La “naturaleza” “objetiva” comúnmente atribuida a la norma jurídica positiva, daba un blindaje de legitimación en el tanto “proscribía” la arbitrariedad y tenía la facultad coercitiva justificada para imponerse. En este sentido, el autor Iván Molina atribuye a la legislación una cuota importante dentro de la variación de las relaciones entre los individuos, aspecto que no puede ser distinto. Ciertamente, parafraseando a Bourdieu, el derecho es producto social; no obstante, tiene, simultáneamente, la capacidad de crear realidad social.
Construcción identitaria. Ahora bien, ese conjunto de relaciones recíprocas intercondicionantes mediadas por la ley, no son suficientes para hacer germinar “la nación”. El otro instrumento fundamental es una cultura igualitaria a lo interno pero distintiva a lo externo; en otras palabras, deviene imperioso delimitar el “yo” frente a la otredad .
Como premisa, entonces, la identidad del grupo societario es consustancial con la diferencia en un doble sentido: qué es lo diferente y en qué se es diferente. Así, en nuestra historia patria se empezaron a construir los mitos apaciguadores, las válvulas de escape al diálogo confrontativo continuo, pero a la vez esos elementos serían diferenciadores, serían la construcción del “ser costarricense” y su consolidación.
La definición de héroes, fiestas patrias, objetivos comunes o, en palabras contemporáneas, un “proyecto país”, facilitaba la existencia de celebraciones donde las diferencias entre los individuos suelen transparentarse hasta desaparecer en la algarabía. Era necesaria la institucionalización de estos ritos sociales (cuyo contenido, se insiste, viene desde la oligarquía) para “lograr cohesión en la población” (Díaz, 2004).
En idéntico sentido, el mito liberal creado por la Generación del Olimpo durante el último cuarto del siglo XIX, se erigió como un teorema de Thomas donde se definió la cultura costarricense como blanca, igualitaria, campesina y rural, obteniéndose consecuencias reales como la invisibilización de la cultura indígena en la historia patria.
La nación es la religión del “nosotros” frente al mundo, construida sobre profecías y evangelios de una élite política cuyo fin es estructurar el ejercicio del mando dentro del conglomerado social; como tal, se nutre de ritos, mitos y dogmas intersubjetivamente compartidos, a la fuente de los cuales es difícil acceder, pues se han solidificado en la dinámica social y presentan resistencia al cambio. Además, los patrones son sucesivamente transmitidos, aprendidos y aprehendidos, lo que da estabilidad al “culto”.
El carácter de nación establece “otros generalizados”, para utilizar la terminología de Mead, que definen el rol de los sujetos; quienes, para “encuadrarse”, deben dar la respuesta típica a esa expectativa simbólica del grupo oligárquico. Indefectiblemente, los sujetos con esa capacidad de definición de expectativas son quienes realmente tienen el control de los productos sociales como el derecho, el sistema político, la dinámica y la organización de los Estados.