A pesar de sus magníficas capacidades, los chimpancés no componen sinfonías, los delfines no enseñan matemáticas a sus crías y los cuervos no construyen edificios antisísmicos; pero los seres humanos sí lo hacemos. ¿Es posible una explicación naturalista acerca de tales capacidades? Parte de la respuesta necesita considerar la evolución de nuestro cerebro.
El cerebro humano es mucho más pequeño que el de las ballenas, y, sin embargo, nuestra inteligencia es mucho más compleja y nos ha permitido invadir y dominar el globo desde nuestro origen africano hará ya unos 200.000 años. Somos nosotros los únicos animales que hablamos usando un sistema de comunicación simbólico, recordamos nuestro pasado a muy largo plazo, acumulamos experiencias colectivas y transmitimos los conocimientos generación tras generación creando una cultura –con ella, nuestras filosofías y utopías y nuestros dioses–.
Algunos congéneres de nuestra especie han producido maravillas científicas, industriales o artísticas de las cuales otros animales vertebrados no son capaces.
Como ocurre en otros asuntos humanos, el tamaño no lo es todo. En los años 70, el neurocientífico Harry Jerison sugirió que lo realmente importante es la relación cerebro-masa corporal. Un elefante puede tener un cerebro muy grande, pero requiere una masa encefálica que sostenga las funciones metabólicas (no “inteligentes”) de un cuerpo de enormes dimensiones.
Basado en este razonamiento, Jerison propuso el cociente de encefalización: la relación entre la masa real del encéfalo y la masa esperada para el tamaño corporal del animal. Un alto resultado sugiere que existen porciones del cerebro disponibles para tareas no metabólicas (v. gr., cognitivas, no dedicadas a “manejar el cuerpo”).
Los resultados de la morfología comparada muestran que el Homo sapiens posee una encefalización superior a 7,2; su más próximo seguidor (una especie de delfín) anda cerca del 4,1, y el simio más próximo a nuestra especie, el chimpancé, anda por el 2,5.
Nuestra ventaja. El progreso de la investigación se entretuvo posteriormente con otro tema relevante. ¿A qué se debe tan alta encefalización en los humanos? O, más concretamente, ¿por qué ocurre el crecimiento de la neocorteza entre los animales?
La neocorteza es la capa superficial que cubre zonas prefrontales y frontales de los mamíferos. De dos milímetros de espesor, la neocorteza está plegada, pero alcanza casi un metro cuadrado cuando se extiende. A esto llamamos “dimensión” de la neocorteza. Las conexiones presentes en la neocorteza son las principales causantes de los procesos cognitivos superiores: la inteligencia que nos hace ser lo que somos.
Robin Dunbar desarrolló estudios sobre la dimensión de la neocorteza en muchas especies de animales y sobre las variables que podían estar asociadas a tal característica. Dos tipos de hipótesis se habían postulado: 1) las ecológicas (el tamaño de la superficie encefálica depende de características físicas del medio), 2) las sociales (el tamaño depende más bien de características de los grupos).
Luego de comparar diferentes especies de primates, los resultados fueron concluyentes: las variables sociales eran las claves para predecir la dimensión de la neocorteza.
El tamaño del grupo estableció la relación más importante con la extensión de tal zona cerebral.
Grupos más grandes representan una organización de complejidad creciente, desde los círculos íntimos de acicalamiento hasta bandas y tropas complejas. Las relaciones sociales múltiples fueron un reto para todos los integrantes, pero sobrevivieron más los individuos cuyos cerebros respondían mejor a la vida en grupos amplios. Esta característica pasó a sus descendientes y terminó por predominar. Este posiblemente haya sido un caso de selección natural.
Grupo y monogamia. La continuación de las investigaciones determinó posteriormente otra variable clave en la evolución de la neocorteza. Al considerar muy distintos tipos de órdenes de cordados (aves y mamíferos), Robin Dunbar y Suzanne Schultz encontraron que los animales que presentan apego con una pareja poseen mayores cerebros que los animales que se aparean de forma no monógama.
Los sistemas de apareamiento son el resultado de procesos de selección sexual y dependen de las estrategias que resulten óptimas para que una especie se reproduzca y mantenga a sus crías. A lo largo de la evolución, establecer algún tipo de relación social se ha vinculado con el tamaño del cerebro.
En nuestro caso, el de los primates, las capacidades para el mantenimiento de las relaciones se extendieron desde la pareja (como ocurre en las jirafas y en la mayor parte de las aves) hasta abarcar a los miembros de nuestras familias, nuestros amigos y conocidos.
Los resultados de la investigación llaman al optimismo. Se sugiere que sostener las relaciones sociales se ha asociado con el aumento de las capacidades cognitivas a lo largo de la evolución. Hoy más que nunca necesitamos esas capacidades para subsistir como especie.
La empatía, la responsabilidad y la inteligencia se configuraron porque desarrollamos grupos sólidos. Los seres humanos no tendremos el tamaño de una ballena, la velocidad de un guepardo o la fuerza de un gorila; sin embargo, unirnos en grupos ha hecho crecer nuestro intelecto y nuestra capacidad de amar.
El autor es psicólogo, profesor e investigador de la Universidad Hispanoamericana y la Universidad Estatal a Distancia.