Hace 122 años, una modesta villa cafetalera tomó, en su Congreso, la envalentonada decisión de construir un majestuoso Teatro Nacional. Aquellos costarricenses no soñaron con algo funcional y discreto, sino con una exquisita obra de infraestructura que reflejara la voluntad de un pueblo vanguardista y comprometido con su futuro. Algo magistralmente elaborado que adornara su bucólico escenario de adobes y carretones ¡Qué osadía!
Pues hoy, esa villa apenas añora volver a ser esa Costa Rica capaz de tomar decisiones país. De ser innovadora y emprender grandes proyectos que trasciendan incluso los periodos electorales e intereses individuales. No nos faltan extraordinarias ideas, pero tantas decisiones tenemos por tomar, que la indecisión es el único consenso.
El transporte público, las concesiones, el rumbo de nuestra educación, la gestión del empleo público, nuestra huella de carbono, la brecha digital, la energía eléctrica, la elección de diputados; todos temas tan sublimes como etéreos en su plan de acción.
Sin embargo, esta situación no es de extrañar. Lo que conocemos como innovación disruptiva, es una práctica inexistente en la política en general. Simplemente, los intereses acumulados durante años de compromisos electorales, hacen difícil concebir cambios de timón y ver hacia donde nadie en el mundo lo ha hecho antes. Mas no es imposible... ¿Quién tuvo miedo de hacer algo diferente cuando electrificamos San José? ¿Quién hizo un benchmark para decidir si abolíamos el ejército? ¿Quién contrató una consultoría para ver si creábamos la Caja?
Simplemente fuimos disruptivos con los paradigmas existentes y pasamos de la idea a la acción. Muestra de que sí tenemos una casta innovadora en la política nacional. Casta que aún corre por nuestras venas y quizás solo espera que queramos despertar.
Es cierto que la innovación vive de las pequeñas mejoras del día a día, pero su mayor esplendor se encuentra en aquellos cambios dramáticos que simplemente nos adelantan cuánticamente hacia un esquema mental completamente nuevo.
Estos cambios le han permitido por siglos, a cientos de líderes emprendedores, revolucionar industrias y darnos los innumerables placeres de nuestra modernidad. Sin embargo, en las empresas como en la política, el camino de estas ideas está plagado de preconcepcionesy el escrutinio de intereses financieros, de empleados, accionistas y proveedores. Estos hacen difícil tomar decisiones y reenfocar esfuerzos hacia ideas que pueden afectar el propio statu quo actual.
Dichosamente, hay visionarias organizaciones que logran solucionar esta encrucijada de intereses y le abren paso a nuevas ideas, les ofrecen independencia, las nutren financieramente, con experiencia y escala; pero no limitan su creatividad. ¿Será una utopía pensar que en el Estado, como nuestra más grande empresa, podamos volver a ser radicalmente innovadores?
Costa Rica necesita un padrinazgo de la clase política hacia nuevas ideas de cambio país. Ideas emprendedoras que rompan este paradigma obsoleto. Si el problema es que perdimos la capacidad de decidir, ¿qué tal, por ejemplo, ser la primera democracia 100% digital del mundo? Una evolución democrática en la que no solo las elecciones presidenciales, sino las grandes decisiones país, aquellos cinco o diez grandes macrotemas que son, en el actual paradigma, imposibles de consensuar y gobernar, se tomen mediante un novedoso referendo digital. Donde no solo el mecanismo jurídico ya existe y ha sido probado, sino que la excusa del costo de realizarlo sea improbable. Solo una inversión en nuevas cédulas con firma digital y una página web de votación serían suficientes para que, una vez más, Costa Rica le regale algo novedoso al mundo, lo cambie para siempre y, de paso, le devuelva al pueblo el sentido de pertenencia por el rumbo del país. En un planeta tan digitalizado como el actual, esto, diríamos coloquialmente, ¡se está cayendo!