La historia de la crítica literaria en Costa Rica tiene tres referentes fundamentales a mi juicio: en un nivel pionero, el trabajo de Rogelio Sotela, en la primera mitad del siglo pasado; en un nivel de consolidación, a mediados de siglo, el de Abelardo Bonilla; y en uno de renovación metodológica, a finales de la centuria, el de Álvaro Quesada.
Metodológicamente representan lo empírico, lo positivista y lo sociocrítico.
Sotela ha quedado prácticamente olvidado en este campo, pese a ser el primero en entrar en estas lides de clasificación y valoración de la producción literaria nacional, no así su trabajo poético.
Abelardo Bonilla, pese a todo, sigue siendo una referencia indispensable para hacer el seguimiento y ubicación de escritores de hasta poco antes de los años sesenta.
Álvaro Quesada continúa vivo en sus libros, que son leídos hoy por los estudiosos de la literatura, sobre todo para el primer medio siglo de desarrollo, que fue el que más trabajó, con una ventaja adicional, que dejó escuela, como se aprecia en el trabajo de investigadoras posteriores como Flora Ovares y Margarita Rojas, entre otras, con una mirada sociológica a la hora de leer y analizar, lo que ha hecho que toda esta producción crítica haya tenido buena aceptación entre lectores provenientes de ciencias sociales y de historia.
Ha sido una crítica que, si bien no ha perdido de vista al texto, ha puesto su énfasis más en el contexto sociológico y ha privilegiado a la narrativa en su análisis, sobre todo la novela, dejando a la poesía en la penumbra (según se quejan los poetas).
Transmutación. El enfoque sociocrítico en literatura significó en parte una confluencia del marxismo y del estructuralismo, que habían tenido un gran bum en los años sesenta y setenta. Sobre todo a partir de los ochenta, con el derrumbe del comunismo, el marxismo ya no fue tan atractivo en la academia, por lo que hubo de mutar y hacer alianzas teóricas.
Vinieron así los “pos”: el postestructuralismo de Foucault y Derrida, los estudios poscoloniales, los posfeminismos, un cierto posmarxismo, como el de la sociocrítica…
En el caso costarricense, Álvaro Quesada, que había estudiado en la Unión Soviética y conocía bien la teoría literaria allá trabajada, incluido Bajtín, reactualizó su bagaje teórico y lo enfocó al estudio de la literatura nacional de las primeras décadas, con mucho éxito. Claro, no abordó toda la literatura de ese tramo, sino la que mejor calzaba para su esquema, la de tipo realista, que, en buena medida, era la más conocida, pues sobre ella se asentó la identidad literaria del país.
En esto siguió el mismo (pre)juicio de Abelardo Bonilla a la hora de evaluar la producción literaria, sin importar que uno fuera positivista y el otro sociocrítico. Quesada dejó de lado toda una literatura no realista, también importante en su momento, pero que utilizaba otras referencias ideológicas, consideradas después marginales o secundarias (como la teosofía, el espiritismo o el orientalismo), por lo que quedó orillada.
Hay que decir que, en sus últimos años, Quesada estaba cambiando de opinión, según me contó la última vez que hablamos, cuando coincidimos en una exposición en el Museo de Arte Costarricense.
Yo había publicado en la prensa un artículo sobre la teosofía en la literatura nacional, que mereció su interés, y coincidió en que dicho campo debía revisarse. No obstante, lo dominante ha sido la marginación de ese corpus heterodoxo… hasta ahora, que se da un giro crítico.
Revisión. Es el caso del excelente libro Imaginarios utópicos. Filosofía y literatura disidentes en Costa Rica (1904-1945), de Francisco Rodríguez Cascante, profesor e investigador de la UCR, que revisa toda esa literatura poco o nada conocida, considerada a veces como curiosidad literaria, y que sin embargo ha tenido una influencia subterránea en la conformación de la cultura del país, como el autor se encarga de demostrar con rigor teórico (Bourdieu, Castoriadis, Taylor, Lotman, etc.), y con conocimiento minucioso de textos (no en balde es especialista en la obra del poeta Lisímaco Chavarría y el encargado de haber publicado sus obras completas en dos tomos).
Toda esa literatura (y filosofía) de inspiración teosófica y espiritista (Roberto Brenes Mesén, José Basileo Acuña, Omar Dengo, Rogelio Sotela, Víctor Manuel Cañas, Rogelio Fernández Güell, Jaime Gálvez, Moisés Vincenzi, María Fernández de Tinoco, entre otros) es revisada con cuidado por Rodríguez, en sí misma y en su relación con otras propuestas sociales.
Ahí están también el orientalismo, el socialismo utópico, el “indianismo”, el anarquismo; en fin, todas esas corrientes y autores dejados de lado o poco tratados por Bonilla, Quesada y demás.
El resultado es espléndido, la geografía literaria del país se modifica para bien, se enriquece, se vuelve más interesante; autores y temáticas hasta ahora descuidados brillan resurrectos buscando nuevos ojos que los lean y los disfruten.
El desarrollo literario del país del primer medio siglo deja de ser “olimpo-costumbrismo-modernismo-realismo social-generación del 40” para adquirir matices y colores desconocidos, atisbos fantásticos y aventureros, vericuetos impensados.
Y todo esto con buena pluma, con expresión académica, sí, pero también literaria, ensayística. Con mucha atención al texto y no solo a los contextos. En fin, se trata de un libro que muestra la cara oculta(da) de la literatura nacional.
Como consecuencia, se impone ahora la necesidad de reeditar algunos de esos viejos títulos por parte de las editoriales estatales y universitarias, para que no queden solo como referencias eruditas, sino como textos vivos, accesibles otra vez a los interesados.
Lea este libro renovador, no se arrepentirá. Cuando lo acabe, el mundo literario costarricense será otro, más amplio, colorido y enigmático.
El autor es escritor.