Colombia tomó, recientemente, una decisión histórica: la aceptación del matrimonio igualitario. La frase “la igualdad es imparable” se convirtió en el eslogan de celebración de miles de parejas del mismo sexo que ven convertirse en realidad las palabras que forman parte de la mayoría de los instrumentos jurídicos internacionales en materia de derechos humanos: “Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos”
Cuando los medios internacionales nos permiten ver realidades como esta en países cercanos al nuestro, me pregunto cuándo será el momento de Costa Rica, cuándo nuestro país disfrutará la verdadera igualdad, cuándo nuestra sociedad aspirará a la igualdad de hecho convirtiendo así las palabras consignadas en nuestras normas en una realidad para todas las personas.
Desde que tengo memoria, nos hemos enorgullecido de nuestra tradición democrática, de ser un país sin pena de muerte, sin ejército. Una sociedad que libremente se presenta a las urnas electorales cada cuatro años y ejerce el derecho al voto.
Aún puedo recordar cuando, en el marco de la celebración de la Cumbre de Presidentes de América, en 1989, el entonces mandatario uruguayo Julio María Sanguinetti afirmó que donde hay un costarricense, esté donde esté, hay libertad.
Muchos años han pasado desde entonces, y hoy, convertida en una adulta de más de cuarenta años, me cuestiono si todas las personas que habitamos este pedazo de tierra sentimos la misma libertad.
¿Por qué razón yo soy libre de casarme y divorciarme las veces que lo desee y dos personas del mismo sexo que se aman ven cerrada esa posibilidad y otras tantas más, como el crédito para adquirir una propiedad, decidir por su pareja en caso de una enfermedad grave o ser la beneficiara de su pensión en caso de que esta fallezca?
Sin reglas. He regresado a las aulas recientemente en pos de una maestría, no caminaba en un campus universitario hace 17 años, justamente la edad de mi hija mayor, y una tarde de la semana pasada mientras me dirigía a la Facultad de Filosofía y Letras junto a mí pasó un grupo de jóvenes, entre ellos dos chicos que caminaban con sus manos entrelazadas, los miré y lo primero que sentí fue asombro. Luego sonreí mientras continuaba mi camino.
Sonreí porque me di cuenta de que al amor nadie puede ponerle reglas, límites o barrotes, porque, a pesar de que no esté escrito en ningún documento, aquel par de hombres no necesitan el permiso de nadie para amarse y para hacer público su sentir.
Sonreí más allá de la programación que habita mi cabeza y que me lleva a ver ese gesto cotidiano, en primera instancia, como algo extraño.
Inmediatamente, me devolví en mi memoria a algunas mañanas cuando, mientras desayuno con mis hijos en casa, reflexionamos sobre la diversidad sexual y les repito que debemos ver a las personas como lo que son: personas, que tenemos que mirar a la gente como sujeta de derechos humanos, que no tiene por qué importarnos a quién ama, con quien se besa o se acuesta nadie.
Ese es un asunto íntimo que no debe limitar de manera alguna el acceso a ningún derecho, a ninguno.
Y les digo a mis hijos hasta el cansancio que lo contrario al amor no es el odio, sino el miedo, y que las personas que están en contra de la igualdad en realidad sienten eso, miedo, temor a lo que les resulta distinto, sin percatarse de que todas las personas somos diferentes, todos los seres humanos estamos dentro de la diversidad, y que, a pesar de eso, todos somos sujetos de derecho.
Y regreso a las noticias colombianas y me digo con esperanza: los procesos sociales se abren camino a su paso. En verdad, la igualdad es imparable.
La autora es psicóloga.