El derecho penal establece claramente las reglas que determinan los nexos de participación y culpabilidad de los sujetos en los delitos. En el cartabón penológico prevalecen las conductas dolosas sobre las culposas y las preterintencionales.
Los partícipes que actúan con la intención directa, o asumen el riesgo de causar un resultado injusto, lo hacen dolosamente. Los que, por inobservancia al deber de cuidado (antiguamente se hablaba de imprudencia, negligencia e impericia), despliegan un comportamiento típico actúan culposamente.
En el homicidio preterintencional, el dolo de lesionar provoca la muerte por culpa. La intención o el descuido marcan la diferencia. Los autores ejecutan directamente el crimen, los cómplices colaboran y los instigadores determinan a los primeros. Hay participación criminal por acción, por omisión o por una mezcla de ambas (comisión por omisión, cuando el responsable transgrede su deber de garante).
Todos los ciudadanos, desde los 12 años de edad, somos potenciales sujetos del derecho represivo, excepto quienes estén cubiertos por las inmunidades propias de los fueros constitucionales y diplomáticos.
Ningún ejercicio profesional excluye la responsabilidad penal de quien despliegue una acción típica, antijurídica, culpable y punible. Cualquier abogado, notario, ingeniero, administrador, médico, enfermero, sacerdote o maestro, podría ser procesado y condenado por las acciones delictivas perpetradas.
Un disparate. Un grupo de médicos intentó, en el siglo pasado, promover un proyecto de ley para excluir a ese gremio de la responsabilidad penal derivada del ejercicio profesional. Obviamente, tal disparate de lege ferenda no superó ni la carátula del expediente legislativo. Desde el Código de Hamurabi se regula el buen ejercicio de la medicina, pasando por los sabios principios de Galeno, hasta la lex artis de la buena práctica clínica y quirúrgica que hoy impera.
Hace poco tiempo, la medicina forense acuñó el término “iatrocidio” para los casos en los que figuran los médicos como partícipes en un homicidio doloso o culposo. La jurisprudencia nacional registra varias sentencias condenatorias contra profesionales de las ciencias de la salud que, por descuido, provocaron la muerte o lesiones a sus pacientes. La Sala Tercera de la Corte Suprema de Justicia ha conceptualizado, con absoluta precisión, la doctrina atinente a esos casos, denominados por muchos como “mal praxis médica”.
Criterios claros. En las esferas legal, jurisprudencial y doctrinaria del derecho penal costarricense, los criterios imperantes sobre los delitos médicos culposos son claros y precisos. Sin embargo, aún no conocemos ninguna sentencia condenatoria de un galeno por lesiones u homicidio por dolo –directo o eventual– en perjuicio de un paciente, aunque no hay duda sobre la viabilidad normativa de un caso así, en el que la frontera del riesgo permitido (iatrogenia) fuera violentada consciente y voluntariamente por el justiciable.
Si un equipo de cirujanos carece de los conocimientos indispensables o de las destrezas técnicas actualizadas para realizar un acto quirúrgico de alto nivel de especialización y –a sabiendas de sus limitaciones– asume el riesgo y las consecuencias del resultado –muerte o lesión–, no hay una simple inobservancia al deber de cuidado; todo lo contrario:estaríamos frente a una acción dolosa de incuestionable gravedad y daño social. Al menos, se trataría de un iatrocidio por dolo eventual.
De haber sido develados los “misterios del quirófano” por informes científicos suscritos por expertos internacionales, que acrediten certeramente como motivo de esas muertes la falta de idoneidad técnica y el atrevimiento injustificado de quienes realizaron esas operaciones, y demuestren que el intrusismo profesional de los cirujanos que asumieron ese riesgo exacerbado, provocó esos fatales resultados, el panorama jurídico penal sería muy comprometedor para todos los involucrados, directa e indirectamente.
Responsabilidades. Bajo esas circunstancias, las autoridades hospitalarias deberían asumir sus responsabilidades penales como garantes de las conductas profesionales inadecuadas de los cirujanos por ellos nombrados, vigilados y controlados. Y, si además permitieran que algún profesional inepto e intrusopracticara un sola cirugía más con el resultado de una muerte, la responsabilidad penal de quienes ocupan los mandos médicos superiores, dada su inacción para impedir tal despropósito, sería digna de una investigación exhaustiva por parte del fiscal general de la República.
Una vida, 87 vidas, 136 vidas o 200 vidas valen mucho más que un armario repleto de gabachas blancas de arrogancia, y almidonadas de egolatría.