No tuve el privilegio de ser amigo íntimo de Samuel Rovinski. Me lo perdí. Sería alardoso de mi parte pretender una proximidad que jamás existió. Es un lustre que no puedo darme. Pero en esta breve travesía que llamamos vida, he surcado ya bastantes mares, y desembarcado en suficientes litorales como para reconocer, de manera inequívoca, a un hombre bueno. ¡Qué simple suena, qué desnudo, cuán escueto: un hombre bueno! ¡Y, sin embargo, es lo más bello que se puede decir de un ser humano!
La bondad es una de esas cosas que –como nuestro peso– llevamos por doquier andamos. Inocultable. Como lo son sus anversos: la mezquindad, la envidia, la mala voluntad. Absolutamente indisimulables. No hay cosmética u ortopedia del espíritu que las disfrace. Siempre las olemos. Es el triste sino del envidioso, del resentido, ser inexorablemente percibido como tal. Es un texto de fácil –¡cuán fácil!– desciframiento. Otro tanto sucede con la nobleza, la generosidad, la bonhomía: no hay fingimiento posible.
Don Samuel (no tengo derecho de quitarle el don) tenía mil atributos, pero aquel que retengo y atesoro era su bondad. Jamás lo oí expresarse mal de nadie. Jamás lo oí emitir un juicio negativo sobre un colega. Jamás lo vi alzar la voz. Jamás lo vi hacer un berrinche de esos que hoy en día son tenidos por rasgos de genialidad. Jamás recibí de él otra cosa que cariño, apoyo y entusiasmo. Hay una palabra para designar esta configuración de valores éticos: decencia. Diríase un vocablo simplón, gastado. Pero no lo es. Antes bien, es inmensamente complejo. Ser decente significa no lesionar la integridad psíquica de los demás, no construir la propia felicidad sobre la ruina de otra persona, no instrumentalizar a los seres humanos. Tratarlos como fines en sí mismos, y no como medios para la consecución de nuestras propias metas (el imperativo categórico de que hablaba Kant en su Metafísica de la moral ).
Si tuviese que morir mañana, podría, con la mano en el corazón, decir: “Amigos: conocí a un hombre verdadero, entrañable, profundamente bueno”. Y ¡ese es un testimonio que rara vez podemos dar! No porque fuera bueno conmigo (todos tenemos amigos, amigachos, amigotes, amigazos). No. Es que era esencialmente bueno. Su madera humana, la textura de su alma, el aroma de su ser: a eso me refiero. Don Samuel estaba en Mi bemol mayor (la tonalidad del Emperador y la Heroica de Beethoven). Podría mencionar muchos gestos para darles una idea más concreta de mi sentir. Pero eso me obligaría a hablar de mí, cosa que hoy no quiero hacer.
Leal y prudente. Leal, prudente, discreto, íntegro… un hombre que hizo de su propia vida una obra de arte. Se esculpió, se escribió, se trazó a sí mismo. Dúctil, maleable arcilla en manos de una conciencia que se automodeló con mano certerísima y cincel riguroso. Siendo el escritorazo que fue, tomó su propia vida y la transformó en novela sin par. Una estetización de la ética: la belleza del gesto moral. Hay seres así: no solo crean una pieza de arte –un objeto externo a ellos mismos impecablemente facturado–, sino que trabajan en sus propias almas con esmero, y hacen de ellas, por así decirlo, una Mona Lisa, una Novena Sinfonía, un Quijote. Luego se ofrendan al mundo, y el mundo los quiere… porque es imposible no quererlos.
Su sonrisa elegante, contenida. Queda y mesurada su voz. Su calidez, su afabilidad… por favor, amigos, ayúdenme a encontrarle un nombre a lo que intento describir, ¡me faltan las palabras! Quienes lo conocieron saben perfectamente a lo que me refiero, ¿no es cierto? La castidad del alma, la aristocracia del espíritu, la belleza moral.
“Nunca me darán el Magón: eso ya lo sé”, me dijo en una ocasión, sin una molécula de amargura, más aún: sonriendo. Él no necesita magones. No son los premios los que hacen a los grandes escritores: son los grandes escritores los que hacen a los premios. ¿Creen ustedes que Neruda es Neruda por la concesión del Nobel? ¡No! El Nobel es percibido como prestigioso por cuanto le fue otorgado a Neruda: es él quien le da pisto y crédito. El mundo lo adoraba mucho antes del laurel. Correlativamente, nadie lee menos a Proust, Kafka o Borges porque los señores de Estocolmo los hayan ignorado. Todo galardón es un accidente exógeno a la gestión de un artista. Son los grandes escritores los que prestigian a los premios, y no a la inversa. La hora ha llegado de replantear aquí el orden de precedencia. ¿El Magón? Pues lo único que puedo decir es esto: el que perdió y se desacreditó fue el premio, y los adjudicadores que, desde sus sillas episcopales, creen poder emitir visas de residencia en el Parnaso a quienes deciden consagrar con el movimiento de sus pulgares: ¡Ave César, los que vamos a morir te saludamos!
Don Samuel vino al mundo para quedarse, con muebles y valijas. Toda sonrisa, todo abrazo, todo gesto benevolente se eternizan. No lo siento muerto. De ninguna manera. Ahí lo llevo dentro, en ese lugar donde acaba la jurisdicción de la muerte, y la segadora pierde su proverbial señorío. Porque hasta la muerte le teme a la palabra, y quien sabe empuñarla no será nunca pasto de sepulcro. “No todo en mí perecerá”, decía Horacio. Ahí dentro, donde nada podrá ya hacerle daño. Reducido a su luz, a su sonrisa, que –no sé por qué– es lo que siento irradiar bajo la membrana de mis párpados, tan pronto cierro los ojos para mejor evocarlo. Un hombre bueno. Todo lo demás es silencio.