Ser un conservador no debe ser fácil en estos días. Ese es el precio que se paga por tener fuertes convicciones basadas en una visión simplista del mundo social. Esa visión hace que el mundo le parezca un paisaje aterrador pintado en blanco y negro, rasgado por una dicotomía cultural que asume la forma de una guerra.
Es la guerra cultural que está librando contra el Otro, contra todo aquel que no encaje en el modelo de lo que él considera ser un buen cristiano. Obviamente, este modelo tiene poco que ver con ser un verdadero cristiano, pero es su manera de conceptualizar lo que juzga amenazante para la preservación de su identidad cultural.
Perdido en el exuberante océano de visiones divergentes, el conservador social intenta mantenerse a flote en una barcaza que tiene ya demasiadas fisuras. Sostener aquello que él considera son los fundamentos que cohesionan la sociedad se convierte en una tarea ardua y heroica. Salvar a los demás de la ruina moral, la máxima expresión de su buena voluntad.
Egocentrismo. Ante un mundo que avanza progresivamente en la apertura y comprensión de la pluralidad de las expresiones humanas, él nos recuerda continuamente el riesgo de sucumbir al relativismo cultural. Algo muy noble de su parte, si no fuera porque detrás de ello se esconde un marcado egocentrismo que lo hace justificar lo injustificable, en la vana certeza de que su nación, color de piel, religión y orientación sexual le autoriza a imponerse sobre los demás, sin pasar por la pena de considerar los efectos colaterales que su vocación redentora pudieran causar.
Esa vocación, que no se sacia con controlar todos los rasgos de la vida privada de los individuos, busca hacerse cargo de toda la vida pública. Le resulta inadmisible que su modelo de padre de familia estricto no sea exportado a la estructura del Estado cuya labor principal sería disciplinar a los individuos y protegerlos de enemigos tanto reales como imaginarios.
Una muestra más de todo lo que es capaz un padre celoso por proteger a sus hijos de la contaminación moral que los podría afectar si interactúan con el Otro.
La psicología moral del conservador social está ampliamente motivada por la sensación de repugnancia y su correlativa obsesión por la pureza. La repugnancia que experimenta sobre su cuerpo y el de los otros lo arrastra a formular normas sexuales impracticables para el resto de la humanidad.
Esa sensación de repugnancia, junto con su obsesión por la pureza, se expresa también en sus juicios contra prácticas culturales que no son las suyas. Lo extraño, lo que viene de afuera, es algo repugnante y, en consecuencia, hay que purificarlo manteniéndolo aislado. De ahí el eufemismo en que cae cuando nos quiere hacer creer que la belleza de cada cultura reside en su pureza.
Libertinaje. El temor que lo aqueja es que sus valores más preciados se vayan deslizando por una pendiente resbaladiza hasta caer en el pantano del libertinaje. Pantano en el que no encuentra fundamentos a priori que apacigüen su espíritu, dado que estos son más bien el resultado de un diálogo abierto en el que se persigue el reconocimiento en los demás de los derechos que reclamamos para nosotros mismos.
Esta situación ha de ser muy difícil de asimilar por el conservador social, en especial si parte de que hay “merecidamente” individuos de primera, segunda y tercera categoría, y que, en caso de no respetarse esta estructura natural, todos deberíamos pagar por sus consecuencias aunque estas sean meramente simbólicas.
El retrato que he pintado es el de alguien con problemas para tratar a los demás como adultos, quizá porque en el fondo él todavía sea un niño. Un niño enfrascado en una guerra contra el pluralismo, la libertad y la razón.
Un niño cuya principal motivación para hacer el bien es el temor al castigo. Un niño que minimiza el progreso moral alcanzado porque su gesta se centra en revivir los valores y modos de vida del pasado. Un niño que, en definitiva, se niega a crecer.
El autor es filósofo.