Buenos días, señoras y señores. Con la cercanía del cambio de “estación”, y la mar rugiente y revuelta, ruego me presten un momento su atención, pues deseo contarles una historia, una leyenda: la fábula de los grillos y el mar. Dice así:
En medio del bosque, a la sombra de un guanacaste inmortal, se juntaban los grillos del bosque. Todas las noches y en grupos llegaban para demostrar su habilidad al cantar, coreando consignas de acuerdo con las estaciones. Se formaban bandos, y los grillos gritaban el nombre de sus favoritos. De entre todos los cantores, destacaban dos: el grillo Plusconio y el grillo Rigidio. Sus amigos, advirtiendo la habilidad de nuestros protagonistas, no dudaron en recomendarles y postularles para que cantaran a algo más grande que el campo. Sueños de gloria llenaron sus noches. Al fin y al cabo, ¿por qué no cantarle a la mar? El grillo Plusconio, que era muy astuto, forjó carrera y se rodeó de un excelente grupo de grillos asesores. “Para cantarle a la mar”, le decían, “no sólo hay que cantarle, cantos de sirena hay que usar –es la única forma en que la mar escucha, la historia no nos puede engañar...”. Y algo tenían de razón. Es así como Plusconio se reunía con sus amigos en un claro secreto del bosque, y ahí preparaban hermosos cantos, capaces de conjurar y calmar a la mar.
“Debes cantarle a cada corriente, a cada ola, a cada espuma del mar: dile lo que quiere oír. Cántale. Prométele. La mar, esa solo escucha cantos de sirena, y tú cantas bien: canta, canta, algo quedará.” Es así como Plusconio se disponía para cantarle a la mar. Una de tantas noches de ardua y grillesca preparación, uno de los de su clan, un grillo joven que acababa de llegar al grupo, novato en estas lides, tomó la palabra y le dijo: “¿Y será que podemos prometerle todo eso a la mar?”.
Con las antenas encorvadas por la timidez, prosiguió: “Son tantas cosas, digo, la mar está agitada y tiene muchas olas y espumas, y no creo que nos alcance para tanto –¿por qué no cantarle la verdad? Prioridades, me preocupa que...”. Las grillescas carcajadas ahogaron el final de su corto e inocente discurso, y alguien lo tildó de espía. Nuestro joven amigo se calló, guardando sus ideas para sí.
Esa noche, en otro claro menos amplio y frondoso del bosque, se juntaba Rigidio el grillo con sus amigos. Ellos también querían cantarle a la mar. No eran muchos, y sus cantos no sonaban a sirena, pero sí que tenían algo que decirle al atronador océano.
“Dile lo que hay que decirle a la mar, nosotros hemos hablado con los foros de los bosques, tendrá que escucharnos algún día, no puede ser que siempre vaya a estar rugiendo, algún día tendrá que cansarse de romper en olas, algún día callará...” Con estas ideas y esperanzas, Rigidio componía sus cantos. Trataba de alzar su voz, pero sin el sistema de amplificación y campaña de Plusconio, era difícil. La mar es muy escandalosa: como cuesta hacerla escuchar.
Un grillo viejo y sabio, al que le brillaba la mirada, le dijo a Rigidio: “¿Y por qué no pensar en ayudarnos más? La mar es tan grande. Pienso que deberías subir a algún peñasco para que tu voz se escuche más. Y deberías encerarte las patas y antenas para presentarte al cantar –al mar le gustan las brillantes sirenas. Solo a ellas tiende a escuchar.” El cricrí del “no” rotundo fue la respuesta, y hasta hubo alguno que le sugirió cambiarse al otro claro del bosque. Es difícil el trato entre grillitos, parece mentira, son criaturitas cabezonas, necias, sobre todo si ya han gustado la fama y gloria al cantar.
Pero la mar está rugiendo. Una tormenta en lontananza –nubes negras, tormenta, marejada; quién sabe qué viene: es difícil predecir a la mar. ¿Habrá algún grillo que adivine cómo se debe cantar? Y así vamos terminando esta historia. No podemos irnos sin brindar la moraleja: tal parece que cada bando de grillos del otro algo debe de asimilar. Adaptarse, crecer, el mismo cricrí no parece ya funcionar.
Ojalá que no sean palabras al viento lo que pide el mar en esta ocasión. Ah, casi se me olvidaba: adivinen ustedes quién es la mar...