JERUSALÉN – El acuerdo provisional logrado en Ginebra entre los cinco miembros permanentes del Consejo de Segundad de las Naciones Unidas más Alemania (el P5+1) e Irán probablemente sea el mejor que se podía conseguir para limitar el programa nuclear de este país, dadas las circunstancias actuales. Los Estados Unidos y sus aliados occidentales estaban renuentes a aventurarse a una opción militar, y no concertar un acuerdo habría permitido a Irán continuar sin trabas por la vía de obtener armas nucleares.
En un mundo ideal, se debería haber obligado a Irán a abandonar totalmente su programa nuclear y entregar todo su uranio enriquecido a una potencia exterior, pero, desde un punto de vista realista, se trataba de un objetivo inalcanzable. Así, pues, el resultado de las conversaciones de Ginebra es el de que Irán ha logrado cierta legitimación internacional como potencia en el umbral nuclear, lo cual preocupa profundamente a sus vecinos en la región, desde Arabia Saudí e Israel hasta Turquía, Egipto y los pequeños y vulnerables Estados del Golfo.
Los estadistas occidentales tienen razón al congratularse por haber evitado una grave crisis inmediata, pero se equivocan al creer que han resuelto el problema de la amenaza nuclear iraní. De hecho, es una ingenuidad imaginar que en los próximos seis meses se alcanzará un acuerdo final con Irán: los experimentados diplomáticos iraníes procurarán que no sea así.
Así, pues, si bien el acuerdo provisional puede no ser una repetición del Acuerdo de Múnich de 1938, como sostienen muchos críticos, puede haber preparado el terreno para un futuro aún más combustible. El presidente de los EE.UU., Barack Obama, puede haber abandonado su cargo cuando el fuego se encienda, pero, si la situación llega de verdad a empeorar terriblemente, podría ser recordado como otro estadista que, como Neville Chamberlain, estuvo ciego sobre las consecuencias de sus intenciones pacíficas.
La razón principal para el pesimismo se debe al marco geopolítico más amplio del acuerdo provisional, que se ha pasado por alto para centrarse en la dimensión regional. En realidad, el acuerdo, que alivia gran parte de la presión económica a que está sometido el régimen iraní, es consecuencia del éxito de Rusia al retrasar la sanciones internacionales contra Irán y su terca negativa a endurecerlas aún más.
Para el Kremlin, el programa nuclear de Irán es solo un capitulo de una campaña para reafirmar el papel de Rusia como gran potencia. De hecho, el acuerdo provisional debe considerarse una más de una serie de victorias diplomáticas rusas recientes sobre los EE. UU.
El actual Gobierno de los EE. UU. carece de una gran estrategia como la que anima al presidente de Rusia, Vladimir Putin. En su lugar, considera cada una de las cuestiones por separado, sin saber cómo equilibrar su papel de potencia mundial con su compromiso con los valores izquierdistas, y encabezado por un presidente que, al parecer, cree que una retórica subida es un sustituto del pensamiento estratégico. No hay que hacerse ilusiones: el acuerdo provisional con Irán es un triunfo rotundo para Putin, no para Obama y el secretario de Estado de los EE. UU., John Kerry.
A esa victoria no tardó en seguir otra: la decisión de Ucrania de rechazar un acuerdo de asociación con la Unión Europea, al optar este país, en cambio, por adherirse al proyecto favorito de Putin, una unión aduanera destinada a reconstituir gran parte de la Unión Soviética como zona económica única. Entretanto, la crisis siria sigue por la vía deseada por el Kremlin, al permanecer en el poder Bashar Al Assad, pese a la insistencia de Obama en que abandonara su cargo.
La amenaza expresada el verano pasado por Obama de utilizar una fuerza limitada en Siria fue retórica vacía. Podría haber convencido a Assad de que debía entregar sus armas químicas, pero la amenaza de Rusia de vetar cualquier resolución contundente del Consejo de Seguridad contra Siria garantizó que su régimen asesino conservaría el poder. Aun cuando se convoque para enero una reunión de Ginebra II sobre Siria, Rusia procurará que Assad permanezca en su trono.
También se ve el vacío estratégico de los Estados Unidos en Egipto a raíz de la destitución, por el ejército del gobierno de los Hermanos Musulmanes, del presidente Morsi. La incertidumbre de Obama sobre cómo abordar el golpe ha creado una situación absurda en la que la mayoría de los grupos prooccidentales de Egipto –el Ejército y las minorías selectas laicas que sustentaron la alianza de Mubarak con los EE. UU.– ahora se han vuelto, desesperados, hacia Rusia como fuente de futuros suministros militares.
Decenios de pensamiento estratégico y diplomacia americanos, iniciados por Henry Kissinger en la década de 1970 y encaminados a separar a Egipto de su alianza con Rusia, parecen ahora en peligro de quedar echados a perder por la incapacidad de Obama para adoptar una decisión sobre el derrocamiento de Morsi. Naturalmente, no es fácil apoyar un golpe militar contra un presidente democráticamente elegido (incluso cuando, como en el caso de Morsi, socava los valores y las instituciones democráticas que le permitieron llegar al poder), pero nos preguntamos cómo habría reaccionado Obama en 1933, si el Ejército alemán hubiera derribado a Hitler (que, al fin y al cabo, fue nombrado canciller después de ganar unas elecciones).
No hace falta demonizar a Rusia –o a Putin– para estar preocupado por esos acontecimientos. Rusia tiene derecho a un lugar como potencia principal y los EE. UU. deben rehuir una política dominadora, pero, frente a una resuelta política rusa de reafirmación imperial, ahora visible también en el Cáucaso, los EE. UU. parecen incapaces de ver las vinculaciones entre los acontecimientos mundiales. ¿Estará preguntándose alguien en Washington cómo están vinculados los acontecimientos mundiales? ¿Estará alguien en Washington preguntándose cómo los acuerdos de Ginebra sobre Siria e Irán están vinculados con la negativa de Ucrania a acercarse más a la UE, por no hablar de formular una reacción estratégica?
La alternativa que afrontan los EE. UU. no es entre la megalomaníaca intrepidez del presidente George W. Bush y la retirada mundial. El resurgimiento de Rusia exige una reacción razonada de los EE. UU, que combine su preponderante poder y el reconocimiento de los límites inherentes a su utilización. El Gobierno actual de los EE. UU. parece incapaz de ello y el aislacionismo del Tea Party no es la respuesta, desde luego. Una política exterior desnortada de los EE. UU. no es una reacción adecuada ante una Rusia resurgente y neoautoritaria que se muestra contundente en el plano geopolítico. Puede ser que no esté fuera de lugar la nostalgia de un Metternich o un Kissinger.
Shlomo Avineri, profesor de Ciencia Política en la Universidad Hebrea de Jerusalén, fue director general del Ministerio de Asuntos Exteriores del primer ministro Yitzhak Rabin. © Project Syndicate.