El 5 de diciembre fue un mal día para la justicia universal. Luego de dos años de trabajosas indagaciones, Fatou Bensouda, fiscal general de la Corte Penal Internacional (CPI), anunció el retiro de los cargos por “crímenes contra la humanidad” que pesaban sobre Uhuru Kenyatta, presidente de Kenia desde el 2013.
Colapsó así el caso políticamente más sensible en los 12 años de existencia de la Corte, y se puso en evidencia lo mucho que queda por hacer para que la institución, pieza clave en la lucha contra la impunidad de las peores violaciones a derechos humanos, se consolide plenamente.
Ya no se trata solo de trabajar por que más países se sumen a los 122 –incluido Kenia– que han ratificado el Estatuto de Roma, fundamento de la CPI. También hay que redoblar esfuerzos para proteger su independencia y evitar la contaminación política de la entidad.
Sabotaje sistemático. Que una fiscal desestime algún caso no implica, en sí mismo, un revés para la justicia. Puede ser lo contrario: si, tras investigar con rigor, concluye que no existen bases suficientes para abrir juicio, lo lógico y conveniente es desechar la acusación. Al menos en abstracto, esta conducta es parte de la normalidad de los procesos y de las garantías para los imputados.
El problema es que la decisión de Bensouda no fue producto de un análisis exhaustivo de pruebas, sino de su ocultamiento, obstrucción o destrucción por actores interesados; no de la información obtenida de documentos y testimonios clave, sino de la imposibilidad de llegar a ellos; no de la cooperación de quienes estaban obligados a brindar acceso a las fuentes relevantes, sino de su deliberado entorpecimiento, y no de la integridad que deben tener los trámites judiciales, sino de su manipulación política para frustrarlos o distorsionarlos.
Sería irresponsable afirmar que, si la fiscal de la CPI y su equipo hubieran contado con los elementos probatorios que necesitaban y solicitaban, habrían preparado un caso robusto y obtenido la condena de Kenyatta. Siempre habría sido posible que, al final del camino, el tribunal determinara su inocencia.
Pero sí es un hecho incontrovertible que el juicio ni siquiera pudo empezar debido a las interferencias, obstáculos y presiones aplicadas desde las más altas instancias del poder en Kenia para impedir el trabajo de la fiscalía.
La manipulación política doblegó prematuramente la acción judicial independiente, en medio de la complacencia de muchos países, incluso miembros de la CPI. De ahí, el gran revés para la institución y, todavía más, para el avance de justicia penal internacional.
El origen de todo. El presidente Kenyatta y su vicepresidente, William Ruto, terminaron en la Corte por su presunta participación en la masiva y orquestada violencia que siguió a las elecciones de diciembre del 2007, con un saldo de unos 1.200 muertos y 600.000 desplazados. En ese momento, cada uno apoyaba a candidatos rivales.
Cuando, poco más de dos años después, se hizo evidente que ni ellos ni otros posibles perpetradores serían llevados ante la justicia de su propio país, Luis Moreno Ocampo, entonces fiscal general de la CPI, solicitó y obtuvo autorización de su Sala de Cuestiones Preliminares para iniciar una investigación de oficio. Esto ocurrió a inicios del 2010, y condujo a que Kenyatta, Ruto y dos personas más fueran sindicadas como sospechosas de crímenes de lesa humanidad. El proceso inició su marcha, y se intersectó con las nuevas elecciones, en el 2013.
Como resultado de la fluidez de las pugnas y alianzas políticas en su país, Kenyatta y Ruto, feroces rivales en el 2007, formaron una papeleta conjunta, el primero como candidato a la presidencia; el segundo, como su vice. Ganaron cómodamente, tras una campaña en la que manipularon a su favor la investigación de la CPI. La presentaron como una conspiración en su contra, una interferencia en la soberanía del país y un ejemplo más de “discriminación” en contra de África, donde, hasta ahora, se originan todos los casos que conoce el tribunal internacional.
Ya para entonces Fatou Bensouda, respetada jurista de Gambia, más pausada, pero igualmente independiente y determinada que Moreno Ocampo, había ocupado la fiscalía.
Tras la llegada de Kenyatta y Ruto al poder, la arremetida contra la CPI adquirió una fuerza demoledora. Por una parte, se dedicaron a bloquear sistemáticamente el acceso de la fiscalía a pruebas relevantes; por otra, a erosionar la credibilidad de la Corte y debilitarla en todo lo posible.
El 5 de este mes, al levantar los cargos contra el presidente, Bensouda se quejó de una “permanente e implacable corriente de falsos reportes”, de una “campaña sin precedentes en las redes sociales para exponer la identidad de testigos bajo protección”, y de “esfuerzos concertados y de amplio espectro para acosar, intimidar y amenazar a personas” que estaban dispuestas a declarar. Además, el Gobierno y las autoridades judiciales de Kenia se negaron a proporcionar o impidieron el acceso a documentos relevantes solicitados por la fiscalía.
A la vez que entorpecía las investigaciones, Kenia utilizó a la Unión Africana para orquestar una campaña político-diplomática contra la Corte. Esta parte de la ofensiva incluyó amenazas de retiro por parte de varios países, presiones sobre el Consejo de Seguridad de la ONU para que ordenara diferir por un año los juicios contra ambos gobernantes, e iniciativas para modificar las reglas de procedimiento en las comparecencias de los imputados.
Ninguna de esas acciones llegó a materializarse, pero sí lograron vulnerar la independencia y prestigio de la institución.
Tensión inherente. La connotación política del caso es evidente, como lo han sido en otros que aún se ventilan en la Corte. En esta oportunidad, sin embargo, su perfil fue aún más elevado. No solo involucró a un gobernante elegido democráticamente, algo tan delicado como ejemplarizante; todavía más, los implicados fueron el presidente y vicepresidente de uno de los países más importantes de África. A su dinamismo económico y relativa estabilidad política interna, Kenia añade una considerable influencia en el continente y un papel clave en la lucha contra el terrorismo.
Por eso, más que en otras oportunidades, quedó en evidencia la tensión inherente entre el ejercicio independiente y vigoroso de la justicia penal internacional, y las consideraciones duras de “política real” ( real politik ) que permean las decisiones de muchos países: de una parte, los valores universales que deben hacerse respetar; de otra, las coyunturas críticas que no se pueden desconocer y que, por ello, se prestan a ser manipuladas para limitar el ejercicio de la justicia.
El desenlace en el caso de Kenyatta (el de Ruto no ha sido cerrado) se ha producido con apego a las formas del proceso judicial, pero con una clara afectación de su integridad. Así, la dialéctica entre justicia y política se ha resuelto con una peligrosa inclinación a favor de consideraciones de poder, influencia y oportunidad.
Los Gobiernos que apoyan la vigencia de la justicia penal internacional, pero, a la vez, tienen fuertes intereses en Kenia y lo que ella representa, se han quitado un peso de encima. Técnicamente, fue por decisión de la fiscalía, que desapareció el “estorbo” del presidente de un país encausado por crímenes de lesa humanidad. Como consecuencia inmediata, las relaciones políticas y diplomáticas podrán retomar su curso normal. Formalmente reivindicado, Kenyatta dejará de ser un interlocutor embarazoso.
A la vez, sin embargo, también se ha propinado un serio golpe a la independencia de la Corte, se ha violentado el concepto de justicia igualitaria, y se ha debilitado la institución más importante para luchar contra la impunidad. El saldo es negativo.