Una medicina para nuestros males es el trabajo, pero como el de aquellos viejos robles que forjaron el país con base en un trabajo intenso y honrado, hecho de sol a sol. Esos hombres anegaban esta tierra todavía prodigiosa con el fuego del amor a Dios y al trabajo. Basta con hablar con ellos para confirmarlo. Beber en esa fuente es tonificante. El país necesita la interrelación de aquellas generaciones olvidadas con las nuevas, tan carentes de criterios y verdades fundamentales, ideas madres y principios. Esas generaciones, nacidas antes de la Segunda Guerra Mundial, sabían "meter cabeza y corazón en las cosas", anteponían en sus actos la razón y no el sentimiento y con voluntad empeñosa se trazaban una conducta rectilínea. Toda la reforma social y universitaria, empresarial y de clase media del país se forjó gracias al patrimonio laboral y moral de esta generación precedente, cuya protección deben continuar los jóvenes trabajadores, profesionales y empresarios de fin de siglo y de milenio para recibir la nueva época bajo las coordenadas de la excelencia laboral y la excelencia moral. El país lo demanda y espera. Se necesita aquel amor como fuente de felicidad de las familias y de la sociedad, y un trabajo que lleve más progreso a todos. Se trata de poner al servicio de estos dos amores lo que cada uno tiene. Puede ser, además, una forma eficaz y directa de combatir la dispersión y la inconsciencia en que ha caído el costarricense, y así pasar a una unidad que le imprima a la vida un mayor sentido, un mayor significado y dirección.
Nuestra sociedad ha caído en una gran dispersión intelectual, religiosa y moral. Piénsese, por ejemplo, en el inmanentismo filosófico y el consiguiente "relativismo total y el desapego a la verdad", y en la proliferación de sectas religiosas (véase Herejías y verdades de nuestro tiempo, del filósofo Miguel Federico Sciacca).
Para volver a la unidad de vida, hace falta decidirse a apreciar el mundo invisible y no la apariencia del mundo visible, engañoso y efímero, a desatarse de tantas servidumbres. Es un volver a las raíces del ser del hombre, que no están en los pasillos de los "moles" ni en los meandros de la sociedad de consumo ni en el cansancio moral acomodaticio imperante. Al costarricense le hace falta hacer un acto de reflexión y pensar en estas palabras tan certeras y hermosas de Beethoven: "Dejemos que el corazón le hable al corazón". ¡Cuántas cosas no se arreglarían conectando la cabeza con el corazón y tensando la voluntad para lograr aquel propósito! Y tener propósitos, tener proyectos de vida personal, familiar, laboral, cultural, espiritual, empresarial, política... Desde pequeños se nos debe enseñar a organizarnos, a usar la razón para estas cosas, a pensar, a recordar los tres pasos de todo trabajo: planear, ejecutar, evaluar. Y con la vida personal y familiar todavía más. Tomando ocasión de este año que comienza, vale la pena tener en cuenta la voluntad divina contenida en el libro del Génesis en el sentido de que el hombre fue hecho para que trabajara; esa es su vocación inicial.
Lo consagra la Constitución Política, lo desarrolla el Código de Trabajo y lo actualiza y moldea la encíclica de Juan Pablo II Labórem Exércens.
Ojalá aquellas respetables generaciones fundadoras de esta república trabajadora, honrada y pacífica puedan disfrutar del honor de ver secundados sus esfuerzos y anhelos. Hay una deuda de gratitud con ellos. Este trabajo puede hacerse con una nueva modalidad: vivido cara a Dios, como medio de alcanzar méritos para la vida eterna. Por tanto, hecho con perfección humana y sentido sobrenatural. Es el nuevo espíritu cristiano -válido para todos los hombres de buena voluntad- tomado del Opus Dei y recogido por el Concilio Vaticano II: La santidad de la vida ordinaria, el ofrecerle a Dios, en acto consciente y querido, el cumplimiento de los deberes ordinarios, principalmente el trabajo.
Costa Rica necesita enrumbarse por este nuevo camino de cualificación humana, de mejora personal y social, y crear más fuentes de trabajo, otros polos de desarrollo y progreso, oportunidades creativas, diversas y dinámicas de desarrollo personal, social y económico. Este es la clave: la cultura del trabajo.
El futuro inmediato del tercer milenio será un enfrentamiento del hombre consigo mismo y no tanto con las estructuras, la ciencia y la técnica. Saturado de materialismos, la riqueza humana y espiritual del hombre marcará la pauta.