Cuando las bombas de la OTAN empezaron a caer sobre Bosnia, el mundo respiró aliviado. Al fin comenzó a hacerse lo único que podía detener la horrible matanza de los Balcanes: la destrucción del aparato militar serbo-bosnio.
La guerra --me ha convencido totalmente John Keegan, el historiador británico-- no es, como creía Clausewitz, "la continuación de la política por otros medios", sino una actividad irracional, casi siempre desligada de los fines que se declaran. Algo que tiene que ver con nuestro borroso pasado selvático, de cuando el bicho humano comenzó a defender su territorio para garantizarle la caza y otras formas de alimentación a su pequeña manada.
De manera que es casi inútil intentar pacificar a los contendientes de la guerra yugoslava --o de cualquier otra guerra-- recurriendo a argumentos de carácter intelectual. Curiosa y tristemente, los cabecillas de ese cruel matadero son siquiatras, abogados, ingenieros. Uno de ellos, por cierto, extremadamente refinado, declaraba hace poco a una revista francesa su amor irrefrenable por la música barroca y por el teatro italiano del XVIII, para --a renglón seguido-- opinar que las bombas destinadas a masacrar la población civil de Sarajevo eran "perfectamente justificables en el contexto de la guerra".
No se puede, pues, convencer a estos belicosos personajes apelando a razones políticas, a amenazas económicas o a sentimientos piadosos. El único camino es destruirles el armamento de que disponen. Quitarles los cuchillos para que no sigan degollando inocentes, aún a sabiendas de que ese procedimiento no soluciona los problemas de fondo. Al fin y al cabo, los problemas de fondo, los territoriales, y las reacciones sangrientas de las tribus, nunca tendrán soluciones definitivas. A todo lo que podemos aspirar es a aminorar las consecuencias de esta bárbara tendencia a la agresión que el hombre padece desde que Caín eliminó a su hermano debido a un confuso sentimiento de autoestima. (Nota para las feministas antes de que lancen la primera piedra: hombre, en la oración anterior, no remite a la especie, sino a la criatura testiculada y barbuda que suele ordenar el café con voz ronca. Las mujeres, felizmente, no se hacen la guerra, a menos que sus compañeros las enrolen a la fuerza en esta deleznable actividad.
Naturalmente, desarmar a los guerreros no siempre implica bombardear sus pertrechos militares. En la historia de Cuba hay un episodio pacificador que puede ponerse como ejemplo de la mejor y más creativa diplomacia. Corría el año 1906 y los cubanos --a sólo 48 meses de haber inaugurado la República-- ya se enfrascaron en la primera guerra civil. Como era de esperar entre cubanos, las dos partes rivales --liberales y conservadores, aunque todavía no se designaban con esas denominaciones-- buscaron directa o indirectamente la intervención norteamericana, injerencia a la que no se animaba el presidente Teddy Roosevelt, ya entonces más maduro y a punto de recibir el Premio Nobel de la Paz. En todo caso, a regañadientes, obligadas por los tratados internacionales, las tropas norteamericanas "intervinieron" otra vez en Cuba (allí habían permanecido entre 1898 y 1902) y le pusieron punto final al conflicto. ¿Cómo? Por supuesto, con su avasallante presencia, pero también y en gran medida, comprándoles los caballos y las armas a los insurrectos. Utilizaron el arma definitiva de la chequera en lugar de los clásicos morteros. El odio entre los adversarios prevaleció --y se mantuvo a lo largo del primer tercio de siglo--, pero la guerra no se podía hacer a pie y con piedras. Se acabó.
En otras islas remotas del planeta hay un ejemplo aún más elocuente. En el siglo XVI los europeos introdujeron en Japón dos elementos explosivos: las armas de fuego y los jesuitas. Pero en pocas décadas la extraordinaria cultura japonesa prácticamente erradicó ambas influencias, destruyendo los templos cristianos y --lo que era más importante-- colocando el monopolio de la construcción de armas --tanto las de fuego como las de hoja-- en manos del gobierno y para exclusivo uso de los samurai, decisión que, sin duda, contribuyó durante trescientos años a la relativa tranquilidad social del archipiélago.
A lo que voy: si la paz no puede alcanzarse mediante los hermosos discursos ante la ONU, lo más lógico, sencillo y expedito es desarmar a las tribus belicosas. Destruirles sus mortíferos juguetes. Una variante de ese razonamiento, por cierto, es la que, con algún éxito, don Oscar Arias está intentando llevar adelante en América Latina. Su batalla --inteligente y bien planteada-- no consiste en quitarles las armas a los adversarios en guerra, a posteriori, sino en liquidar los ejércitos convencionales y sustituirlos por policías eficientes consagrados a combatir la delincuencia y prevenir disturbios. Don Oscar quiere actuar a priori.
Costa Rica --la patria de Arias-- es un buen ejemplo de que eso es posible. Y ni siquiera es el único en América. Panamá, Puerto Rico, Jamaica, Trinidad y Tobago, y el resto del rosario de islas de origen inglés carecen de verdaderos ejércitos. Cuáles son las excepciones en el Caribe? Cuba, Haití y República Dominicana. Así les va. Este dato solo explica muchas cosas. (Firmas Press)