Un capítulo de la historia nacional: la gesta de los inmigrantes que encontraron generosa acogida en Costa Rica, la obra señera de un empresario y agricultor que hizo un aporte decisivo a la supervivencia del judaísmo en nuestro país...
El fallecimiento de uno de los pilares de la comunidad hebrea costarricense, don Herman Reifer, a los 97 años de edad, acaeció la semana pasada durante las festividades de Sucot (Tabernáculos), conmemorativas de la alianza mosaica con el Señor. No pude evitar pensar en el simbolismo de la coincidencia. Moisés condujo a sus hermanos liberados de Egipto y los guió durante más de cuatro décadas, instruyéndolos en las enseñanzas del Altísimo. Según relatan las Sagradas Escrituras, fue una tarea muy dura, a veces amarga, pero coronada de bendiciones. Al concluir la jornada por el desierto, y antes de morir cargado de años, el extraordinario líder bíblico logró ver los frutos de su labor: la consolidación de su pueblo en un conglomerado floreciente.
Fue, precisamente, un anhelo de liberación lo que trajo a Costa Rica a los inmigrantes judíos de Polonia a finales de la década de 1920. Era una época convulsa en Europa y la pobreza y el antisemitismo oprimían inclementes a las pequeñas poblaciones hebreas esparcidas a través de Polonia. El Nuevo Mundo despertaba ilusiones, pero las puertas de acceso a ese horizonte de superación permanecían mayormente cerradas. Costa Rica, en los tiempos de don Cleto González y don Ricardo Jiménez, destacaba como una luminosa excepción en las Américas. Y hacia aquí se enfilaron numerosos soñadores, sin dinero, sin idioma, dotados de un solo patrimonio: la esperanza.
Entre quienes vinieron entonces predominaba gente joven. Carecían de medios, muchas veces aun para comer, y algunas familias ya establecidas, inicialmente la Yankelewitz en San José y luego la Kader en Limón, brindaron hospitalidad a los recién llegados. La matanza ritual de animales para el consumo de carne kasher la realizaba un anciano piadoso, don Israel Kawa, el primer shojet , ya fallecido, quien además impartía lecciones de religión a los niños. Y, por supuesto, había un número importante de judíos observantes de los cuales guardo remembranzas de don Joaquín Cosiol, don Moisés Lechtman, don Moisés Oisdaicher y don Oscar Weisleder. Empero, debido a las tremendas limitaciones materiales no era posible sufragar un rabino que dirigiera las actividades religiosas de la naciente comunidad. Dichosamente un hombre versado tomó el timón de las prácticas espirituales: don Herman Reifer, cuyo liderazgo se extendería más de cinco décadas.
El último sobreviviente de aquella generación patriarcal, su opinión fue siempre buscada y altamente valorada en los asuntos comunitarios, sobre todo los religiosos. Hoy difícilmente podría encontrarse alguna familia judía en el país que no haya compartido alegrías o penas con ese señor de sonrisa fácil y mirada amigable, pero muy estricto al imponer respeto durante las oraciones. Mis recuerdos están llenos de su imagen y de su voz, de la algarabía infantil en las celebraciones que solía dirigir, de las ocasiones festivas que ofició y también de los momentos tristes en casas de dolientes y el cementerio donde su presencia era un consuelo.
Todavía en los últimos años asistía a la sinagoga. A pesar de su avanzada edad, siempre pulcro, recorría los pasillos prodigando saludos, sin faltar nunca una sonrisa ni el comentario agudo. Desde luego, liderar no es labor fácil e, invariablemente, atrae críticas. No obstante, al final de cuentas lo que importa son las obras.
Y el aporte de don Herman es actualmente palpable en judíos costarricenses todavía apegados a los valores y tradiciones de sus ancestros. No han tenido igual suerte ciertos núcleos hebreos en otras latitudes. Imagino que las caminatas por el templo constituían la manera particular del anciano de apreciar el milagro del florecimiento de la fe entre los descendientes de los inmigrantes de otrora, tan lejos de los pequeños pueblos de Polonia que se extinguieron en una tragedia sin nombre.
Sin embargo, el legado de esta recordada figura es más amplio e ilustra no solo la trayectoria hebrea en nuestro país sino, en general, la de muchos otros inmigrantes. Empresario, agricultor y cabeza de una estimable familia, en su memoria rendimos tributo a mujeres y hombres legendarios que emprendieron una aventura de alcances desconocidos y sembrada de riesgos, pero nutrida por grandes expectativas. Al igual que los judíos, distintos grupos de variados orígenes llegaron a esta tierra magnánima y enriquecieron su cultura, su economía, su democracia. Y cada uno de ellos tuvo en su momento alguien que, evocando el ejemplo de Moisés con su pueblo, procuró preservar los valores que los distinguían. Es una historia de inmigrantes que honra a Costa Rica.