Hace unos años, André Malraux, ministro de Cultura francés y escritor de gran mérito, pronunció una frase profética: Mao Tsetung será el hombre más importante del siglo XX. Con el paso del tiempo, esta predicción ha ido adquiriendo cada vez mayor veracidad en la medida en que China, que a principios de siglo estaba desmembrada por las luchas internas de los señores de la guerra y dominada por las potencias occidentales y el imperio japonés, hoy es una próspera nación, con un crecimiento económico envidiable que la hace verse como la superpotencia del próximo siglo.
Sin embargo, la figura de Mao Tsetung, líder indiscutible de la Revolución China, ha sufrido una constante depreciación, tanto en su tierra, como en Occidente, posiblemente como parte de la crisis del mundo comunista, que afecta a sus principales líderes y a sus particulares ideologías. Es en este contexto en el cual debe leerse la reciente publicación de la Editorial Planeta de Barcelona, La vida privada del presidente Mao, traducida con algunos años de retraso del original inglés escrito por doctor Li Zhisui, médico personal de Mao, de 1966 hasta su muerte en 1976.
Con más de 800 páginas, plenas de detalles un tanto escabrosos, como solo pueden llegar a ser conocidos por el médico que estuvo a su lado por tanto tiempo, la obra del doctor Li me suscitó, curiosamente, un fuerte sentimiento de simpatía y comprensión por Mao y otro de rechazo por su médico, hombre de moral puritana, rutinario en sus costumbres, desleal y sin ningún interés por entender la política, la Revolución, el amor por las mujeres jóvenes o la natación, pasiones centrales en la vida de Mao Tsetung. Consecuentemente, el doctor Li no está en capacidad de percibir la grandeza del hombre que tiene a su lado; tan solo tiene ojos para criticar su estilo de vida y sus horarios estrafalarios para el trabajo, el descanso o el placer.
A pesar de la pluma nada complaciente del doctor Li Zhisui, de la lectura de sus páginas emerge el nítido perfil de un hombre de genio, rebelde hasta en los más pequeños detalles, de poderosa voluntad, capaz de llevar adelante la gigantesca tarea de liberar a China de una servidumbre de siglos. Es claro que Mao Tsetung no fue un santo, sino algo muy parecido a un príncipe del Renacimiento, de esos que tanta admiración suscitaron en Maquiavelo. Por eso, su moral no puede ser encasillada dentro de los estrechos límites aplicables a los particulares, sino como en el caso del Príncipe, que encarna tanto al hombre como al Estado, sus actos deben ser juzgados por la fidelidad que guarden o no con la implacable razón de Estado.
Si adoptamos esta perspectiva, comprenderemos mejor por qué Mao habita la Ciudad Prohibida de Pekín y vive con un estilo muy semejante al de los antiguos emperadores. Su manera de manejar el espacio y el tiempo, resulta absolutamente arbitraria, dependiendo únicamente de su voluntad, que a veces se mueve por grandes pasiones políticas, y otras por las pequeñas particulares, suscitadas por las numerosas jovencitas campesinas, gozosas de poder hacer el amor con el dios viviente de su tiempo. Mao concluye su vida al lado de una piscina cubierta, en la que nada con alguna frecuencia, trabajando en una enorme habitación y pasando la mayor parte del tiempo en una no menos enorme cama, llena de libros, poemas, informes políticos y bellas muchachas.
Pero mientras Mao lleva esta vida tan particular, no deja ni un solo instante de luchar por salvar la Revolución, que encuentra cada día más parecida a la soviética, a la que considera mortalmente herida de burocratismo. Entonces, para combatir este mal, Mao recurre a audaces y peligrosos remedios, como lo fueron el Gran Salto Adelante, las Comunas Campesinas o, finalmente, la Revolución Cultural. Todos estos remedios nunca los comprendió el doctor Li, que los juzga duramente; sin duda fueron crueles y llevaron hambre y sufrimiento a parte del pueblo chino, pero para Mao no eran más que recursos heroicos para intentar recuperar el rumbo correcto de la Revolución, que no quería ver naufragar en un mar de burócratas, como fue el caso de la soviética.
¿Podemos entonces afirmar, sin equivocarnos, que Mao fracasó en sus intentos de liberar a China y convertirla en una poderosa nación? ¿Podemos condenarlo, como lo hace el doctor Li en sus memorias, por sus escandalosas costumbres? ¿No estaremos más cerca de la verdad histórica, repitiendo con André Malraux, que Mao será tenido como el hombre más importante de este siglo porque pudo transformar una nación pobre y oprimida en un pueblo de más de 1.000 millones de habitantes, cada día más próspero y libre?