Al margen de las resoluciones que de ella surjan, la Cuarta Conferencia sobre la Mujer, inaugurada en Pekín la semana pasada, ya deparó un logro impresionante: suscitar una atención mundial inédita respecto a las condiciones humillantes y muchas veces infrahumanas sufridas por la población femenina en diversos puntos del globo.
Víctima de la violencia y la discriminación, inhibida de educarse y de participar en la política y aun el deporte, reducida al esclavismo y blanco tradicional de vejaciones, la mujer clama por su dignificación en innumerables sociedades alrededor del planeta. Y más allá de los criterios encontrados, similares a los que plagaron las discusiones sobre Derechos Humanos (Viena, 1993) y Población (El Cairo, 1994), el cónclave en Pekín promete ahondar de manera sin precedentes la conciencia universal en relación con los problemas y desafíos encarados por la mujer en la actualidad.
Sin embargo, hay un capítulo conexo, no menos crucial, sobre el que la cita en Pekín también ha puesto una nota de alerta: la trágica situación de los derechos humanos en China. La represión policial que ha empañado tanto la asamblea en la capital como la paralela reunión de organismos no gubernamentales, enviada por el régimen a Huairo, lejos de Pekín, no permite dubitaciones en torno al arraigado impulso totalitario de quienes mandan en China. Incluso la Primera Dama estadounidense, Hillary Clinton, cuya visita era para los jerarcas chinos un codiciado éxito diplomático, experimentó en carne propia la brutalidad del sistema imperante.
De hecho, la arrogancia del poder omnímodo y la fobia a la libertad de expresión, notorias en el cruento episodio de Tiananmen en 1989, asomaron temprano en la fase preparatoria del evento. De casi 40.000 participantes, menos de 30.000 obtuvieron permiso para ingresar al país. De estas, misteriosamente, una gran cantidad perdió la reservación de hotel sin la cual la visa migratoria carecía de validez. El designio explícito de la manipulación era impedir el arribo de personas que remotamente pudieran alterar el orden. Y, una vez iniciadas las actividades, la policía hostigó a quienes osaron criticar las prácticas arbitrarias del gobierno así como a figuras que presuntamente intentarían propalar ideas consideradas subversivas.
Dichosamente, los medios de comunicación internacionales han difundido detalles de lo ocurrido y, en general, informan de la deplorable condición de la población femenina en China. Varios reportajes han vertido luz sobre el uso de mujeres como prenda para garantizar obligaciones; asimismo han revelado el triste destino de jovencitas vendidas para dedicarlas a la prostitución. Contrario a lo que algunos analistas propugnan, el tema de los derechos humanos no es marginal al ponderar el papel de China en el ámbito internacional. Tal visión, a todas luces equívoca, ha fundamentado el otorgamiento del beneficio comercial de nación más favorecida por parte de Estados Unidos, privilegio que recientemente prorrogó el presidente Bill Clinton. Ello a pesar del cúmulo de acusaciones sobre la explotación de trabajadores como virtuales esclavos en la manufactura de bienes destinados al mercado norteamericano. No menos desacertada ha sido la política concerniente a Taiwán, una democracia naciente y pujante, merecedora del respaldo occidental y llamada a ejercer un equilibrio medular en Asia.
Derechos humanos, democracia y paz con libertad conforman una realidad inseparable. Lamentablemente, en Washington y en los gobiernos de otras naciones industriales prevalece un mercantilismo miope a los imperativos humanitarios que aconsejan un curso diferente al seguido hasta ahora respecto a China. La época actual demanda, como nunca antes, un alto apego moral en el diseño de la política doméstica e internacional. En un contexto global de comunicación e información sin fronteras, las exigencias cívicas han provocado una revolución en los métodos y derroteros del quehacer oficial. Y no es dable condonar los excesos de China bajo el pretexto de réditos financieros, ni tampoco es permisible hacerlo con Cuba, sin deslegitimar la política extranjera y socavar la autoridad ética de países llamados a liderar en esta era de transición de la posguerra fría. Fatal sería para la paz mundial degradar la diplomacia a una competencia material porque de ahí a ignorar crímenes y alentar agresiones resta solo un paso. Desafortunadamente, los efectos nocivos de este giro ya asoman en el horizonte.
Estas consideraciones revisten particular importancia en el caso de China, hoy ante una difícil coyuntura. De dimensiones continentales, rica en recursos naturales y con una población que excede 1.200 millones de habitantes, su condición de potencia global es acentuada por un ejército de 3,2 millones de efectivos --el mayor del orbe--, por sus arsenales nucleares y una avanzada industria militar. A raíz del fracaso del modelo económico maoísta, Deng impulsó un esquema de islas capitalistas en un mar totalitario. El contraste entre estos reductos de prosperidad y la miseria inherente al orden estalinista no ha escapado a los ojos del pueblo. Tampoco a los de una nomenklatura que pretende perpetuar su hegemonía más allá del anciano Deng y busca en el nacionalismo exacerbado una fuente de legitimidad alterna a la insolvente doctrina comunista.
El fervor chauvinista ha ido de la mano con un acelerado crecimiento de la maquinaria militar y una postura externa expansiva. Agotadas las posibilidades de modernización sin conceder libertades económicas ni políticas al grueso del pueblo, y en pugna con una ciudadanía cada día más beligerante en sus reclamos de derechos fundamentales, de insistir en la presente vía fascista, China arriesga reeditar el colapso de la URSS. Resulta deplorable que, en vez de instar aperturas democráticas urgentes, Occidente premie la ominosa obcecación totalitaria con prebendas financieras. Subrayar este peligro ha sido un dividendo extraordinario de la conferencia en Pekín, cortesía de los herederos de Deng.