Cuando se revisa la relación entre los humanos, ¿de un lado?, y los animales (y con ellos, el resto de la naturaleza), ¿del otro?, la supuesta frontera entre ambas partes es algo que hay que discutir, pues simplemente no se puede asumir sin reflexión un límite abismal entre lo humano y lo animal solo por seguir una tradición antropocéntrica que, con Descartes, vio en el animal no un organismo sino una máquina, que, ante la interpelación humana, reacciona, pero no responde, algo que, cualquiera que haya tenido cercanía afectiva con un animal, sobre todo mamífero, sabe intuitivamente que no es cierto, pese a lo que haya dicho el connotado filósofo francés.
Al Dios bíblico que otorgó a Adán el poder para nombrar a una naturaleza muda y d(en)ominarla, siguió Kant, el filósofo alemán, quien afirmaba resueltamente “el poder y la autoridad sobre los animales irracionales porque son cosas. Uno puede usarlos y adueñarse de ellos según nuestra voluntad”.
Ya en el siglo XX, Emmanuel Lévinas negó una ética al animal, tras asumir ese supuesto abismo entre hombre y bestia, y con él, desde otras perspectivas filosóficas, Heidegger y Lacan, como bien lo ha señalado Jacques Derrida, sin duda el filósofo que ha dado más respaldo, desde su visión desconstructiva, al problema de la animalidad.
Dualidad. A diferencia de esos otros filósofos mencionados, Derrida duda de la barrera antropocéntrica que dividiría tajantemente lo humano de lo animal (con criterios tales como razón, conciencia, autorreflexividad, entre otros), no porque no la haya, sino porque hay muchas más, lo que paradójicamente “implosiona” el esquema dualista “humano versus animal” y se abre a un esquema multiversal.
En sus propias palabras: “No hay una oposición entre el humano y el no humano; entre las diferentes estructuras de organización de lo viviente hay muchas fracturas, heterogeneidades, estructuras diferenciales”.
Hay una pléyade cambiante, no una dualidad estática y esencialista. “Ninguno de los rasgos por los cuales la filosofía o la cultura han creído reconocer lo propio del hombre está rigurosamente reservado a lo que llamamos hombre”. Cabría agregar que tampoco nada de lo intrínsecamente animal nos es ajeno como humanos.
Sobre este aspecto, no se puede evitar recordar un hermoso y terrible ensayo de Montaigne titulado Sobre la crueldad, en el que, tras revisar las espantosas formas de la crueldad entre humanos, ventila la que todos estos, sin importar del signo que fueren, ejercen mil veces peor sobre los animales.
Somos los demonios de un infierno animal, los encargados de devorarlos, perseguirlos, esclavizarlos, torturarlos, lastimarlos impunemente, usarlos como materia prima industrial. Montaigne resulta sin duda un precursor de Derrida al apostar por los puentes sobre el abismo más que al abismo entre lo humano y lo animal.
Más allá. Montaigne va más allá de la vida animal, y abarca en un abrazo ecológico a la naturaleza toda, cuando afirma que “existe cierto respeto y un deber de humanidad que nos liga, no ya solo a los animales, también a los árboles y a las plantas. A los hombres debemos la justicia, benignidad y gracia, a las demás criaturas que pueden ser capaces de acogerlas”. Para lograr esta simpatía por el cosmos, Montaigne no necesita de trasuntos místicos y basta su relativismo humanista, en esto tan lejano del esencialismo cartesiano.
Hay un famoso gato derridiano, o gata más bien, en el inicio de uno de los últimos trabajos de Derrida centrado en lo animal: él, desnudo, de pronto se descubre como tal ante su felina doméstica, no menos desnuda que él, y siente lo que sintió Adán tras pecar, esto es, aquella vergüenza ancestral –culturalmente mediada– al desnudo propio y ajeno, y que hoy laicizamos en pudor.
El humano, en su proceso civilizatorio, pierde pelo, se torna cada vez más lampiño comparado con el mono original, ese antropoide interior que quedó perdido (aparentemente) en el pasado de la especie y de la raza, esa bestia peluda que puede surgir como mono, perro o gato en la comodidad de nuestra casa urbana. Ante los animales, nuestra pregunta verdaderamente humana, como diría el inglés Jeremy Bentham, y con él Derrida, no es ¿pueden hablar? sino ¿pueden sufrir? La respuesta es obvia.
En la polémica de Derrida contra Lévinas, este último niega rostro a la bestia, y con él, una ética, que solo podría validarse entre humanos. Y es que sin rostro no hay ética y sin ética no hay compasión. Derrida se rebela contra esta lectura levinasiana.
Estas reflexiones en el campo crítico se vinculan con el llamado “giro animal” (por asociación con el giro lingüístico de la filosofía, que enfatiza, desde Wittgenstein, una metodología asentada en el análisis del lenguaje y sus estructuras).
Nuevo espacio reflexivo. Tal giro animal atañe a las nociones de humano y animal, y está asociado con las transformaciones históricas de Occidente en los últimos siglos, abriéndose incluso con dicho giro un nuevo espacio reflexivo que algunos ya denominan “los estudios animales”, que supone un cambio en la manera de percibir el problema de lo animal y que abre nuevas perspectivas de investigación en todas las áreas específicas, desde la filosofía a la antropología, pasando por la lingüística, la historia del simbolismo, la política y los estudios literarios.
En momentos en que la presión humana sobre lo animal se ha vuelto asfixiante y depredadora, llevando incluso a su extinción, el que en ciertos ámbitos humanos se reflexione al respecto no deja de ser un signo positivo de un posible y deseable cambio de actitud.
El autor es escritor.