Domina el aire que respiramos: y ¿quién no le dice a un prójimo, a los próximos, al tipo que pasa, “Felicidades”?
Vaya, le damos valor por unos días a la felicidad (quito el plural), lo que hace absurdo que le asignemos un tiempo tan chico el resto del año.
O ¿será que, como dijo Bertrand Russell, gran filósofo, matemático y experto en el tema, la infelicidad cotidiana normal (no se refiere a la extrema) es mayor que la felicidad y que esta es conquistable, sí, pero la corroe un enemigo mortal?
Russsell lo creía y tuvo una fuerte vivencia del problema. Sus lecciones vibran en La conquista de la felicidad , libro de ayer y de indiscutible hoy. El enemigo de que habla se llama “absorción de uno en sí mismo”; y ahí nos pinta tres figuras: el pecador, el megalómano y el narcisista.
El pecador es alguien que sigue acatando las prohibiciones de la infancia (la lujuria, primero, y, bajo su sombra, la alegría). Es un culpable nato. El megalómano ansía ser poderoso y, por carecer de sentido de la realidad, fracasa. Quiere y no puede. Y el narcisista es hijo de la sociedad de la imagen que le roba interioridad, lo pela por dentro, lo torna reflejo. Su meta es que el otro lo admire y él anda vacío.
¿Entonces? La cosa es más fácil: darle menos importancia al ego, porque –¡oh secreto!– la felicidad (¿sabían?) es distraída.