La gente que invoca la “pérdida de valores” y evoca con nostalgia la noble y venerable familia antañona tiende a olvidar que esa familia jamás fue ni tan noble, ni tan venerable.
Con mucha frecuencia –¡por supuesto que no siempre!– se trataba de un esposo dictatorial, una mujer sumisa y frecuentemente vapuleada, abuelos escondidos en el ático, niños agredidos, niñas marginadas, silenciadas y excluidas del festín de la cultura, y algún tío –nunca faltaba– agresor sexual: ¿Ese es el locus amoenus al que queremos volver?
De nuevo, si la familia moderna se ha desintegrado, ello no es debido a agentes exógenos, sino, precisamente, en virtud de las aberraciones endógenas de la vieja estructura patriarcal. No tiene caso hablar de la “decadencia” de la moderna familia como núcleo social primigenio. ¡Siempre fue decadente!
La televisión estadounidense, a través de los sitcoms que proliferaron viralmente en los sesenta, percibió que algo andaba mal con la good old american family, y nos ofreció una radiografía burlesca de sus disfuncionalidades. Esas popularísimas series televisivas nos proponen un gráfico. ¿De qué? De algo que el ciudadano estadounidense comienza a advertir, subliminalmente primero, con honda preocupación después: su núcleo estructural –la familia– está enfermo.
En Perdidos en el espacio y Perdidos en el tiempo tenemos dos formas del extravío. Son más que mera ciencia ficción: hay en estas producciones un grito de terror: “¡Hemos perdido el norte, navegamos sin radar y sin relojes, no sabemos dónde ni en qué era estamos!”. Alienación espacial (geopolítica) y temporal (histórica) de la moderna familia.
Los Beverly ricos también están perdidos, pero lo están en su rango social, en la “geografía” urbana. De ahí su grotesca conducta: el humor es el resultado de un fenómeno de trasplante social, de hipergamia, de descontextualización.
Todavía en Perdidos en el espacio, el villano –el viscoso Dr. Smith– es ajeno, exógeno a la familia, un polizón. Pero ya en Los Munsters y Los locos Addams lo teratológico se instala de lleno en el seno doméstico. Los redime la ternura que sienten unos por otros, y el efecto siempre balsámico de las madres (Lily o Morticia), pero los pater familias (el iracundo, pueril y explosivo Herman, o el libidinoso Homero) dejan muy mal parada a esa figura que constituye el eje familiar.
En El hombre del rifle, con el personaje de Lucas McCain, tenemos ya el caso de una familia monoparental (el protagonista es viudo): los Estados Unidos sienten la disgregación de la idílica configuración familiar de la posguerra.
En Mr. Ed las cosas toman un giro más perturbador: Wilbur, el protagonista, es un zoofílico que tiene mayor intimidad con su locuaz caballo que con su esposa.
La casita de la pradera viene, en los setenta, a restaurar en alguna medida lo que se conoce como “familia nuclear”: papi, mami y chicos obedientes. Pero la propuesta de Michael Landon es algo así como un canto de cisne a los viejos valores de la familia tradicional –y de ahí, quizás, su éxito–.
En Mi bella genio y Mi mujer es hechicera, la simetría de la pareja se ve rota por los mágicos poderes de las esposas –y de la execrable suegra que representaba Agnes Moorehead, actriz superlativa, exmiembro del Mercury Theater de Orson Welles–.
Otro tanto sucede con Mi marciano favorito: volvemos a enfrentar la situación de un alienígena, un infiltrado, un sujeto aferente a la familia. Estas madres –o tíos-marcianos– dotados de poderes paranormales pueden ser fácilmente considerados desde la óptica del niño agredido sexualmente: el miembro de la familia que inflige la agresión suele presentarse ante el infante como alguien dotado de poderes mágicos, de una potestad sobrenatural, incomprensible.
Desconfío profundamente de tales personajes. Su prestidigitación, su taumaturgia me recuerda alarmantemente el tipo de engañifas de que se valen los agresores sexuales.
La familia se degrada a un punto sin precedentes en Los Simpsons (atención al hostigamiento psíquico y físico a que son sometidas Marge y Lisa).
Los Simpsons son una cornucopia de todos los antivalores imaginables, y además –astuto gesto autorreferente por parte de Groening– viven hipnotizados por la televisión, y esta es, en buena medida, responsable de su colectiva idiotización.
Son dos espejos devolviéndose uno a otro la misma imagen. Pero bien que mal, en Los Simpsons prevalece el amor, y –de nuevo, merced a las mujeres– cada episodio termina dentro de una tonalidad de ternura y reencuentro.
Padre de familia lleva las cosas a niveles mucho más abyectos que Los Simpsons. Peter Griffin es monstruoso en su insondable y peligrosa imbecilidad; Stewie, el bebé, es un pequeño demonio que no hace otra cosa que urdir la muerte de su padre o su madre, con un complejo de Edipo del tamaño de su hipertrófica cabeza: realmente, los dibujos animados jamás nos habían mostrado un personaje tan naturalmente siniestro. Stewie es la mostración misma de ese ser “polimorfamente perverso” que Freud veía en el niño.
El vecindario está lleno de depredadores sexuales –incluido un destartalado vejete llamado Herbert the Pervert–. Los personajes masculinos –que se limitan a tomar guaro y tramar las peores trapacerías– son infinitamente más deletéreos que los femeninos.
Por lo que a South Park atañe, el amor y la ternura que redimía parcialmente a Los Simpsons se han evaporado, y quedamos a merced de una banda de psicópatas infantiles capaces de sembrar el pánico en su comunidad –certeramente representada como un pueblo nevado y aislado, especie de distopía autocontenida entre las montañas–, y de sojuzgar y atormentar a los adultos.
Y ahí seguimos cayendo en barrena: la televisión siempre se ha caracterizado por su mimético talento con respecto a la realidad familiar de cada momento histórico dado. Lo que hace es retratar, reproducir. Le pone a la familia un espejo enfrente: no los maquilla ni los acicala. Si a la gente no le gusta lo que ve, que no le disparen a la pantalla. Pero sí les gusta (¡eso es lo grave!), aún más, los fascina y embelesa, porque en los gestos de estos antihéroes se reencuentran, se reconocen, y eso genera incoercible risa.
No nos engañemos por lo que al orden de precedencia concierne: no fue la televisión la que corrompió a la familia. La televisión se limitó –repito– a retratar la realidad de la familia disfuncional, sublimando algunas cosas (la transformación de los agresores domésticos en marcianos, bellas genios y hechiceras), y atemperando otras (pretender que el cáncer familiar es, por definición, exógeno, tal el caso del Dr. Smith).
Hoy los sitcoms no intentan ya amortiguar nada. En La casa de los dibujos no hay, propiamente dicho, familia: se trata de un grupo de seres excluidos de sus respectivos núcleos familiares, de características heterogéneas, que viven como outlaws, refugiados de diversos naufragios familiares, personas señaladas por sus preferencias sexuales. Pero no se amalgaman lo suficiente como para constituir familia: son una yuxtaposición de individuos pertenecientes a taxonomías irreductibles.
Volver a la vieja “venerable” familia que describí al principio no es ya una opción. El tiempo la desnudó como lo que era: una sórdida máquina del tormento, la exclusión, la agresión, la marginación, la asimetría. Quedarnos sin familia es cosa socialmente impracticable: es como concebir un torrente sanguíneo sin glóbulos. Veremos cómo se reconfiguran las cosas con el tiempo.
Yo no censuro a priori ninguna de las estructuras que hoy intentan legalizarse, y la familia nuclear –siempre y cuando no se patologice de la manera que hemos visto– sigue pareciéndome la mejor opción.
No censuro más que la crueldad, la segregación, la exclusión, la privación de la palabra; en suma, la familia concebida como cámara de torturas. Por lo demás, soy de los que creen que lo que la ley prohíbe, el amor lo legitima.
¿De dónde procede la actual “crisis de los valores familiares”? ¡Pues de la familia misma, que nunca fue ni tan sólida ni tan prístina! Si la actual familia se derrumba, ello es por factores endógenos, porque incubaba el virus de su propia destrucción, por su inherente disfuncionalidad.
La televisión no corrompió nada. Repito: su actitud ha sido camaleónica, reproducir lo que ya era una realidad sórdidamente embozada. Nuestra familia no es El palacio encantado de Poe, tomado por asalto por malévolos invasores.
Sucede, antes bien, que el palacio nunca fue tal, que sus propias estructuras –poder, dominación– siempre estuvieron podridas, y que nunca hubo invasores: solo agresores que dormían bajo el mismo techo de las víctimas.
El autor es pianista y escritor.