Cuando llegamos al estadio Etihad, en Melbourne, Australia, inmediatamente me puse a “jugar de vivo”: dejé a mi nieto afectivo Noah, de ocho años, entre mi hijo afectivo Damien y yo, con la aviesa intención de “proteger” al pequeño.
¿En qué otra cosa podía pensar un tico acostumbrado a la violencia en los estadios y conocedor de la pasión de los australianos por su propia versión del fútbol? Todo auguraba un ambiente demasiado acalorado en el enfrentamiento entre los rojinegros Bombarderos de Essendon y los blanquiazules Canguros de Melbourne Norte.
Una pizarra gigantesca daba toda la información respecto a la taquilla y otros pormenores, por eso sabía que, al momento de empezar el partido, ya había más de 49.000 asientos debidamente ocupados.
Con 18 jugadores de cada equipo en el campo, un árbitro central y varios auxiliares encargados de tareas específicas –como confirmar las anotaciones en cada meta–, el desarrollo de un partido es vertiginoso, agresivo, rápido, al ataque, con alto contacto físico, lo que se refleja en la pasión en las gradas.
Pero, lejos de concentrarme en lo que sucedía en el terreno de juego con el desarrollo de acciones que apenas si medio entendía, mi atención se volcó a las gradas. Sí había gritos estentóreos y abucheo continuo, pero ¡ni una sola mala palabra, ni un solo insulto!
Nada de “ultras”, “doces”, “garras”, ni un solo policía. Sonoros “¡buuuuuu!” eran la peor recriminación para lo que se consideraba una mala decisión arbitral, una mala jugada o una falta contra un rival.
Medidas certeras. Recordé entonces que en determinado momento en la pantalla gigante había aparecido un mensaje que recordaba a los aficionados que familias enteras, incluidos niños, estaban en las gradas y que merecían respeto y disfrute pleno del espectáculo.
Damien me explicó que la desaparición de las malas palabras, los insultos, de la violencia en las gradas se logró gracias al mismo público, que se encarga de señalar a cualquiera que perturbe la diversión y que está destinado a no ser admitido más en el estadio una vez que el personal de seguridad lo sacaba del recinto, después de pagar una alta multa.
Las graderías completamente llenas de familias que disfrutan dan fe de una condición que asegura dinero en las arcas de los clubes y el mejor apoyo que los jugadores puedan desear. ¿Será posible lograr algo así en Costa Rica? ¿Será posible adecentar las gradas y la cancha?
Somos un pueblo lo suficientemente culto como para poner en evidencia y desterrar a esa minoría de gamberros, a las delincuenciales barras que han corrido a mucha gente decente de los estadios y sus alrededores. Así se restaurará el esplendor que siempre debieron tener los recintos en los que se practica el deporte preferido de los ticos, lugares donde el aficionado –independientemente de su condición particular– pueda disfrutar a plenitud.