El futbol, la política y la religión son lo que algunos pensadores llamarían “temas ómnibus”: todos nos creemos en el derecho de abordarlos. Temas públicos para ser manoseados universalmente. Aquellos que los conocen hasta en sus más íntimas reconditeces –los profesionales– como los que tan solo los “tocamos de oído”. Son los tres temas en los que todo el mundo se considera calificado para emitir sus pareceres.
Hablen ustedes de física cuántica, neurociencia o teoría de la relatividad, y la gente guardará un silencio reverente, discreto, supersticioso. Esos tópicos están en manos de especialistas, grandes figuras de autoridad, los modernos custodios del fuego sacro del saber. Nadie pretenderá tener nada que decir al respecto.
Antes bien, aguzaremos los oídos para ver si algo logramos entender sobre tales arcanos. No nos metemos con la ciencia: nos limitamos a creer en ella supersticiosamente. Sí, supersticiosamente, porque creemos sin entender. Asumimos, simplemente, que su discurso es veraz, exacto. Una aprensión de la realidad correcta, objetiva, fiable.
Al aceptar sus enunciados, hacemos un acto de fe. Los acogemos como artículos de fe, sí. Creemos en ellos de la misma manera en que un ciudadano ateniense del siglo de Pericles hubiera creído en las explicaciones que los presocráticos proponían sobre la estructura del universo. De nuevo: sin entender. No es conocimiento.
Automatismo. Es eso mismo que nos lleva a apretar un botón para encender un televisor: no tenemos la menor idea de la forma en que el fenómeno se produce, simplemente hemos sido instruidos para realizar la operación, y de la manipulación correcta del control remoto se seguirá que la pantalla se encienda.
Spinoza lo hubiera llamado “conocimiento del primer género”, o conocimiento ex singularibus et ex signis (a partir de las cosas singulares y de los signos). Oímos timbrar un teléfono, tomamos el adminículo y decimos “aló”. Mero automatismo.
¿Por qué lo hacemos? “Porque sí” –responderían muchos–. Es una bella expresión, que no dice nada, y al mismo tiempo revela más de lo que suponemos. Es el mundo de la doxa, esto es, de la apariencia. No tenemos el conocimiento profundo, el episteme, así que tomaremos la palabra del científico como verbo sagrado, como verdad absoluta, y no cuestionaremos nada (carecemos de instrumentos epistemológicos para hacerlo).
El hombre de la actualidad cree en la mecánica cuántica con la acrítica devoción con que un hombre de tiempos de Homero hubiera creído en Zeus: haciendo un acto de fe ( a leap of faith ). La complejidad y creciente grado de abstracción del discurso científico nos ha excluido de sus campos de especulación. Es parte del proceso de “de-posesión democrática” de que habla el filósofo francés Luc Ferry.
El ciudadano se siente despojado, excluido de casi todos los discursos imaginables, privado de lo que Morin llama “conocimiento pertinente”, no es consultado en la toma de las grandes decisiones políticas, económicas y científicas: todo ha quedado en manos de tecnoburócratas. No participamos en la construcción de la cultura ni de la historia: somos arrastrados por ellas.
Campos seguros. ¡Ah, pero pongan ustedes en la mesa de debates al futbol, la religión o la política! ¡Todos nos creemos perfectamente autorizados para emitir nuestras doctísimas opiniones! ¡Y como para paliar el cruel silencio que nos imponen las otras disciplinas, esgrimimos la palabra con redoblada convicción, con furia, con beligerancia incendiaria!
En futbol, cualquiera se siente en capacidad de departir una taza de té (no olvidemos que es inglés) con sir Alex Fergusson y demoler sus veintisiete años al frente del Manchester United.
En religión, nos creemos en perfecta condición de rebatir, con absoluto donaire, a todas las grandes figuras de la patrística, reduciéndolas a mera irrisión con nuestra sapiencia insondable en materia de dogmas, doctrinas de pensamiento, teología, concepciones del cosmos y –para invocar una palabra que todo el mundo usa sin saber lo que significa– “espiritualidad”.
Y si de adentrarnos por los andurriales de la política se trata, todos podríamos ser presidentes de la República: que nos suelten en el cuadrilátero con Montesquieu, Rousseau, Engels, Marx, Althusser, Arendt… ¡Los haremos papilla!
Ilusión. La verdad, amigos, es que no sabemos nada de nada, sobre nada de nada. Suele suceder que seamos particularmente ignorantes justo en aquellas áreas sobre las que habíamos creído tomar posesión, con gesto altivo de conquistador que clava su estandarte.
Hemos sido excluidos de casi todos los discursos concebibles. Si persistimos en vociferar, cuando de futbol, religión o política se trata, es porque son los únicos espacios en los que la sociedad nos permite vivir la ilusión (¡no de otra cosa se trata!) de la competencia, la calificación, la autoridad.
De hecho, esos espacios han sido astutamente creados para mitigar nuestro malestar. Para que en ellos “nos volvamos loquitos”, y disertemos, dictemos cátedra e iluminemos al resto del mundo, que avanza a tientas en el océano de la cultura, convertido en lo que los alquimistas llamaban la massa confusa o nigredo. Esto es, el caos que precedió a la decantación de las formas concretas.
Sí, en estos campos nosotros, los illuminati, creemos poder hacer las veces de lazarillos, de baquianos. Pero sáquennos de estas tres provincias del saber y mudos, temerosos, balbucientes, nos limitaremos a cederle la palabra al especialista…
“Soplador”. El especialista –paradoja tan solo aparente–, a fuerza de no conocer nada más, termina por ni siquiera saber lo único que sabe. El conocimiento intensivo, focal, puntual se hace estéril sin el conocimiento extensivo.
Un especialista es como el “soplador” que, desde su concha en la base del proscenio, cubre los lapsus de memoria de los actores o cantantes en una ópera. Conocerá mejor que nadie sus zapatos, el color y textura de sus medias, acaso el olor mismo de sus pies, pero se perderá el panorama de conjunto del montaje.
Al carecer de la perspectiva global, su conocimiento microscópico del calzado de los actores se tornará insular y –lo que es más grave– inexacto: los pies de los intérpretes no son sino un porciúnculo del todo sistémico y orgánico que constituye la totalidad del espectáculo, con su escenografía, el foso de la orquesta, los efectos luminotécnicos, los desplazamientos de masas y coros, e incluso –que a su modo también son constitutivas del evento– las reacciones del público.
La inflación del discurso en torno al futbol, la religión o la política nos hace sentir a todos partícipes de ellos. No hay tal. Unos más, otros menos, la sociedad nos ha transformado en monigotes que un oscuro, anónimo ventrílocuo acciona.
Creemos expresar nuestro sentir, nuestras ideas… que no son nuestros, y tampoco sabemos expresar. Reciclamos lugares comunes e ideas acríticamente asimiladas: eso es todo. ¿A quiénes les conviene tal estado de cosas? ¿Quiénes lo han promovido? Ese será tema de otra reflexión.
El autor es pianista y escritor.