Como parte de la tan promocionada sociedad del bienestar (entendido como consumo), se quiere despojar a la vejez de su parte esencial, que es su sentido de decadencia corporal. Se la quiere retardar con dieta y ejercicio, con meditación o cirugía plástica, pero el hecho claro y contundente para quien envejece bien, es decir, aceptando la pérdida con entereza, es que el cuerpo comienza a hablar solo, a mostrar sus achaques y anquilosamientos cada vez de forma más descarada. Hay que escucharlo y no quejarse.
Juventud es no sentir el cuerpo más que en el orgasmo y la caricia, en el deporte o la pelea. Empezamos a envejecer cuando nos fragmentamos, cuando sentimos el cuerpo por partes, con dolor, a veces no mucho sino apenas una cierta molestia, una rodilla, un codo, un ojo que brinca, el pelo que se cae, el diente que se afloja, la micción que se complica.
Ya no puede uno saltar así nomás, hay que calcular el movimiento, y si queremos recoger algo del suelo hay que seguir una estrategia, bajar como helicóptero y no doblar como escuadra la espalda. Es una lástima que haya que llegar a viejo para estar atentos al cuerpo, para sentir sus humores y movimientos autónomos.
El día a día. Si de jóvenes tuviéramos más conciencia de nuestra corporalidad, quizá el jinete trataría mejor al corcel. Pero, claro, el joven lo es porque se cree inmortal. El jinete cree ser el corcel, vive la ilusión del centauro, sin conciencia de su fin.
Con lo que se come pasa parecido, pues comenzamos a seleccionar en función de cómo se ve afectada la digestión, o se puede comer el deseado alimento, pero solo a cierta hora, en cierta cantidad, apenas una probadita. Los excesos se vuelven un lujo cada vez más a menudo, y se pagan caro, por lo que apelamos a la vía media como tabla de salvación, para sobrevivir en el día a día. A ratos se extraña la orgía, hay que ser honestos… aunque cada vez menos.
Si tiene uno suerte, el sexo se va difuminando en el sentido de que pierde, no su atractivo, sino su compulsión. Eros se matiza, se sublima… o se retuerce en siniestro silencio. Lo que para unos puede ser una tragedia, para otros es liberación de la esclavitud del gozo. Si antes se idealizaba el abrazo, ahora se aprende que, para volar, hay que abrir los brazos y soltar. Solo entonces se puede ascender, sin peso, sin equipaje.
La memoria se ve afectada, se olvidan cosas, y otras permanecen más duras que nunca. Estas, que deberían olvidarse y deshacerse, siguen ahí, necias, y si se descuida uno, se vuelven más grandes, más oscuras y se tornan en obsesiones seniles. Tenemos entonces el viejo chocho, abismado en su recuerdo repetido, atrapado en la reincidencia neurótica, sin saber casi nunca de dónde viene su síntoma, la angustia, el resquemor de no se sabe bien qué cosa.
Es cuando hay que usar mejor que nunca la atención desnuda, seguir el proceso psicofísico sin identificarnos con él, afinar la contemplación de la máquina automática que hemos sido durante tanto tiempo, que somos todavía.
Paradójicamente, dejamos de ser ese mecanismo solo cuando lo notamos: la atención libera. Quedamos en el aire, en el espacio; es más: descubrimos ser espacio. Aleluya en medio del apocalipsis. Epifanía entre arrugas.
Algunos recurrren a metafisiquerías para vivir mejor, o tal vez morir mejor. Es cierto que a algunos les funciona, pero a otros los lanza a una rigidez que anuncia al cadáver sin haberse muerto.
Hay de todo. Otros prefieren ingenuos materialismos a ras del suelo, que los rediman de sus errores hundiéndose en la nada. Lo que para unos es medicina, para otros es veneno. Yo me quedo con aquello de que no hay religión superior al espacio, y que el espacio es una tierra sin senderos. Con esto me basta para vivir y morir. Como habrán notado, mi religión es el espacio.
Disolución de los contrarios. Queda el asunto de la sabiduría de la vejez, que pocas veces se cumple, y que, cuando se da, normalmente ha ido acompañada de una previa sabiduría de la juventud. En cierto nivel, el viejo no es tan distinto del joven, es este mismo en un cuerpo lento y latoso. Los años no traen consigo una varita mágica para ver bonito lo feo. Lo feo sigue siendo feo y lo bonito bonito, pero ya no importan tanto. Se huele ya la disolución de los contrarios, la superación de los opuestos. Esto no espanta ni atrae, aparentemente es el final del espectáculo.
Pero el show debe seguir. Para entonces se han visto caer tantos imperios, que uno más, el del mundo que nos rodea y que nos llena, incluido nuestro cuerpo, puede que sea otro sueño, y que venga acompañado de un despertar. Quién sabe. Intuyo que por ahí va la cosa. Cada mañana que despierto, muere el mundo soñado y vivido como real la noche anterior, se disuelven el cuerpo y el mundo oníricos en un abrir de ojos. Un sueño sustituye a otro.
Pese a las faltas, también puede haber ganancias en la vejez, qué duda cabe. Me siento más vivo que nunca, aunque sea a cierta distancia de las cosas; el tiempo da profundidad a lo vivido, y a veces hasta me descubro recién nacido. Sonrío desde este tibio espacio.
El autor es escritor.