Vladimir Putin proyecta una imagen de gobernante imperioso, enérgico e indiferente ante los derechos humanos. En el pasado, muchos admiraban al coronel de la antigua KGB por sus aires reminiscentes de los zares. Sobre todo, Putin sabía muy bien que el Kremlin soviético no tenía lágrimas. En funciones como primer ministro ruso, un cargo salido del Parlamento y sin mayores sobresaltos, aquellos aires le sentaron bien para una entrevista gestada por una amistad con el entonces presidente Boris Yeltsin.
Tras sus capítulos heroicos e impactantes, el mandatario ruso había caído en una lamentable adicción al alcohol. Tras su reelección, sus lugartenientes buscaban a quien le sucediera en lo que quedaba de su mandato. Un amigo del aturdido Yeltsin recomendó al coronel y, a la sazón primer ministro Putin, como un candidato de poderosa imagen y conocedor de las burocracias moscovitas.
Yeltsin se encontraba en una situación lastimera cuando Putin acudió a su despacho. Sin mayor trámite, el mandatario lo escogió para una presidencia interina. La consiguiente renuncia de Yeltsin, en 1999, fue inesperada y Putin ascendió interinamente al cargo. En el 2000, Putin ganó los comicios e inició formalmente su primer período presidencial. Desde entonces, nada siguió igual en Rusia. Con un Parlamento dominado por sus aliados, Putin tenía capacidad para hacer y deshacer en Rusia y más allá.
En el exterior poco se sabía del novel presidente, aunque pronto los Gobiernos de las mayores potencias se enteraron. Así, Occidente presenció cómo Rusia aplastaba a los revoltosos chechenos, aunque tomó su rato erradicar el terrorismo originado en esa zona. Posteriormente, observaron cómo Putin emprendió la explotación de las gigantescas reservas petroleras y de gas natural para paliar la crisis económica heredada de la era comunista.
Como bien ha señalado Walter Mead, “el mayor problema de Putin ha sido que Rusia es, en realidad, un Estado débil. Si le restamos las reservas de petróleo y gas, el arsenal nuclear y las redes de inteligencia que datan de la Guerra Fría, no queda mucho… Precisamente, el objetivo de Putin desde el primer momento fue rehacer Rusia como una nación poderosa y respetada en el entorno mundial. Sobre todo, su mente cocinaba cómo reeditar el Imperio Soviético”.
Los altibajos de la Rusia postsoviética han obedecido así a los designios del timonel. Hoy vemos la mano rusa en Siria e Irán y, en general, en todo el Oriente cercano. Asimismo, conforme la intervención militar estadounidense en Afganistán e Irak mira al vacío, Rusia ha consolidado su influencia en Asia central, África y aun en Latinoamérica.
En Ucrania, sumida en una crisis económica y donde la preeminencia rusa solía ser incuestionable, un clamor popular obligó a la dirigencia a obtener apoyo urgente de la Unión Europea y el Fondo Monetario. Sin embargo, la ayuda de Rusia ($15.000 millones) motivó una rectificación de la jefatura ucraniana. Entre tanto, el trato con la Unión Europea sigue estancado. Por supuesto, un acuerdo con la Unión Europea significaría un amarre con el oeste y una pérdida estratégica para Moscú.
Entre tanto, la diplomacia norteamericana se muestra globalmente indecisa, amén de sus errores crasos (Libia), y torpe, como los insultos antieuropeos proferidos por una alta funcionaria del Departamento de Estado cuando dialogaba por teléfono con un colega, conversación que fue interceptada, grabada y difundida ampliamente.
Los juegos olímpicos en Sochi, con un presupuesto estratosférico, sin duda han resultado una ganancia de grueso calibre para Putin. No obstante, Sochi también ha traído a luz el papel de los llamados oligarcas amigos de Putin, cuyas vastas fortunas se han engrosado gracias a negocios con el Estado. Los oligarcas, agradecidos, le obsequiaron hace poco a Putin una fastuosa residencia de invierno estimada en millones de dólares, un monumento a la corruptela galopante que hunde a Rusia.
La interrogante obligada en este tema es la suerte que, eventualmente, correría el zar Putin, inclemente con sus críticos y enemigos ¿Será su destino similar al de Nicolás, el último zar, ajusticiado por agentes bolcheviques? El ascenso del imperial Vladimir está abonado por una infinidad de cabezas truncadas, cuyos fantasmas seguramente rondan el Kremlin reclamando justicia.