No hay que ser mujer para no haberse sentido alguna vez como Francesca, la protagonista de la novela de Robert James Waller: Los puentes de Madison. Un ama de casa perdida entre los árboles y los cultivos de una granja de provincia, Madison County, que topa con el multifacético hombre de mundo, Robert Kincaid, fotógrafo profesional consumado, en su paso por el pueblo.
Con esto no me refiero a la historia romántica que protagonizaron magistralmente Clint Eastwood y Meryl Streep. Me refiero a experimentar la sensación de vivir perdiéndose lo mejor de la vida y que esta vida, por supuesto, está en otra parte. Y esta sensación de perdida la tiene en la novela, tanto el ama de casa provinciana como el fotógrafo hombre de mundo.
Las historias de antípodas fascinan y esta que trata sobre la vida en una provincia y la vida en el camino, on the road, o en los lugares donde si pasan todas las cosas es particularmente provocadora para quienes vivimos en las periferias del mundo. Una de cal y otra de arena. ¿La falta de estímulo de la vida en la periferia es compensada por el don de lo apacible? Sí y no.
Palabras significativas. Frases de la novela como: “He estado cayendo desde el borde de un sitio muy grande, muy alto, en algún lugar del pasado, durante más años que los que he vivido en esta vida. Durante todos estos años he estado cayendo hacia ti”, son lo que queremos oír cuando no somos nosotros los que estamos cayendo o moviéndonos por el mundo. Y frases como: “Me asustas a pesar de que eres gentil conmigo. Si no luchara por controlarme cuando estoy contigo, creo que podría perder mi centro y no recuperarlo nunca más”, son las que queremos oír cuando no somos nosotros los que tenemos el centro y el eje a tierra establecido.
Así que el síndrome que con libertad y cierta dosis de sarcasmo llamo de “Los puentes de Madison” es el síndrome que también padeció Milan Kundera cuando escribió la emblemática novela La vida está en otra parte.
Para todos estos personajes, la vida está en otros lugares y no con ellos. Las limitaciones de una vida de provincia son grandes: círculos pequeños, envidiosos y pendecieros, cadenas de favores que propician los autocumplidos impidiendo el trabajo y la superación real, uso de la mentira como poética personal legalizada a campo abierto, y ya lo demás lo dijo Yolanda Oreamuno, así que no lo repito. Pero también está el chineo. La ganancia que aporta el dulce gusto por la cercanía y el constante mi corazón tuanis, que hacen de la vida un terrón de azúcar diario diluido entre las canciones, la política y el fútbol, donde, por supuesto, todos opinan qué hacer con todos.
Las limitaciones de una vida en las grandes ciudades son muchas también: anonimato en círculos muy grandes ya establecidos, riesgo por ser sujeto extranjero, indefensión y debilidad por empezar siempre una y otra vez el millón de amigos número un millón uno, etc.
La extranjeridad y el continuo viaje aportan lo suyo a la soledad y al carácter huraño de quien no puede sentirse en confianza en ninguna parte porque no puede darse esa licencia.
Globalización. Pero, dichosamente, la globalización ha trazado puentes más abarcadores que los del condado de Madison y podemos ser ya un poco Francesca y Robert al mismo tiempo. Francesca ya puede poner sus fotos de ensaladas en el Facebook o Instagram y Robert, finalmente, puede oír todas las radios del mundo desde su hamaca en su celular inteligente. Santo remedio.
Lo que sigue es quitarse el miedo a ser el otro. Deslizarse a la periferia desde el centro y también hacerlo desde la periferia al centro, sin sentir que en el intento nos arrancan un pedazo de carne, o que somos paralizados por un veneno de serpiente, es dar el primer paso.
Luego, sigue pasar los puentes mirando las flores. Dejar las virtudes y minimizar lo vicios que tengan los opuestos de la antípoda, es algo que va a ocurrir cuando estemos ya cruzando los puentes.
La autora es filósofa y escritora.