La respuesta a la condena del líder de la oposición democrática venezolana, Leopoldo López, hace dos semanas, era la esperada. La jueza oficialista Susana Barreiros lo sentenció a 13 años y nueve meses de prisión por incitar a la violencia política, basándose en las ridículas acusaciones del Gobierno, de que López utilizaba mensajes subliminales para animar a sus seguidores a cometer actos de violencia.
Human Rights Watch denunció la decisión y afirmó que representaba “un deterioro extremo del sistema de justicia” y “una completa burla a la justicia”. Amnistía Internacional dijo que se trató de “una absoluta falta de independencia judicial”, y más tarde declaró a López un preso de conciencia, designación para las víctimas de la represión política.
La respuesta más predecible, sin embargo, provino de la Unión de Naciones Suramericanas (Unasur). En un comunicado reiteró “su respeto por las decisiones adoptadas por las autoridades judiciales de sus Estados miembros”.
Sí, así es. Los Gobiernos, algunos de cuyos líderes actuales estuvieron protegidos por las mismas organizaciones que se pronunciaron en contra de la decisión de la jueza Barreiros, afirmaron que su postura no era criticar las decisiones judiciales de los demás.
¿Dónde estarían esos líderes hoy si el equivalente de la Unasur en los setenta no hubiese cuestionado las operaciones internas de los Estados miembros o la falta de investigación de las desapariciones extrajudiciales por parte de las autoridades hace 30 años?
Muerta, en el peor de los casos, y, en el mejor, mortificada por la complacencia de la comunidad internacional a su difícil situación.
Algunas cosas la Unasur las hace bien. Tal como Pia Riggirozzi ha escrito, la coordinación regional que les ha permitido a los Gobiernos desafiar a las compañías farmacéuticas del norte para garantizar un acceso mejor y más barato a los medicamentos. Y el haber proporcionado un foro importante para discutir asuntos de seguridad regional, lo que permite una mayor cooperación e intercambio de información sobre operaciones y presupuestos militares.
Fracaso. Sin embargo, en derechos humanos, democracia y mediación de conflictos, la Unasur ha fracasado en repetidas ocasiones, debido, en gran parte, a que estaba predestinada para ello en esas áreas.
Con base en su propia acta constitutiva, su fin es defender la soberanía nacional de sus Estados miembros y fomentar la solidaridad regional.
Esto puede ser un buen contrapunto a las décadas y siglos incluso de intromisión estadounidense y para conseguir apoyo en el “sur global”, pero debilita el sistema normativo internacional que se ha desarrollado desde la Segunda Guerra Mundial para la protección de los derechos humanos y los derechos de los ciudadanos por reivindicaciones de soberanía nacional.
Después de los horrores del Holocausto y la masacre de su pueblo en el nombre de la consolidación del sistema soviético de José Stalin, el mundo civilizado inscribió los derechos humanos básicos en documentos internacionales.
La idea central era que, en los casos de abuso flagrante de los derechos fundamentales, incluidos, a medida que el sistema evolucionó, el debido proceso y los derechos democráticos básicos como elecciones libres y justas, la protección de los derechos humanos y políticos debían prevalecer sobre las nociones tradicionales de soberanía nacional.
En estas instancias, los Gobiernos externos y las organizaciones internacionales tenían la obligación moral de manifestarse en defensa, e incluso, en algunos casos, de organizar acciones colectivas para proteger estos derechos y a los ciudadanos afectados.
Tales nociones no fueron inscritas en los documentos constitutivos de la Unasur. Todo lo contrario. En lugar de defender el derecho de los ciudadanos a elegir libre y justamente a sus líderes elegidos, la Unasur promete apoyar las acciones de las autoridades electorales de los Estados miembros sin tener en cuenta la independencia y la imparcialidad de estos.
La Unasur tampoco pide a los Estados miembros sacrificar algún elemento de la soberanía nacional por normas colectivas más amplias de soberanía popular y derechos humanos.
Árbitro parcial. En cambio, esta organización es una unión de Estados independientes organizados para defender su soberanía nacional individual, el polo opuesto de una organización multilateral moderna comprometida con normas progresistas. Conveniente, supongo, si se es un autócrata que busca evitar las críticas.
Y es así como la Unasur ha estado funcionado. En las elecciones presidenciales del 2013 en Venezuela, en medio de las dudas con respecto a un acceso equitativo a los medios de comunicación y una campaña claramente respaldada por el Estado en apoyo de su candidato, ratificó la victoria del actual presidente, Nicolás Maduro, por el más mínimo de los márgenes, un 1,5%, sobre el candidato opositor, Henrique Capriles.
Muy convenientemente, el Gobierno venezolano no había invitado a observadores electorales más creíbles de la Organización de Estados Americanos (OEA), la Unión Europea u organizaciones no gubernamentales de los Estados Unidos, y existe el riesgo de que ocurra lo mismo en las elecciones legislativas de diciembre.
Más tarde, frente a las protestas sociales generalizadas que hicieron que López terminara en la cárcel, la Unasur intentó cobrar relevancia mediante el envío de un equipo dirigido por el expresidente de Colombia Ernesto Samper para intentar mediar.
El problema, de nuevo, fue que una organización dedicada a la defensa de la soberanía nacional de los Estados miembros no puede arbitrar objetivamente un conflicto entre un Gobierno y la sociedad.
Muy previsiblemente, Samper luchó por conseguir que el Gobierno de Maduro bajara el tono de su demonización de la oposición, la represión a manifestantes pacíficos y para que liberara a los activistas encarcelados injustamente. Sin embargo, los esfuerzos tan alabados de la Unasur y de Samper no llegaron a nada.
Todo esto no tendría tanta importancia si se tratara de un caso aislado de una persona (Leopoldo López), a pesar del elemento humano. Sin embargo, el épico y –predecible– fracaso de la Unasur va mucho más allá del caso López.
Por un lado, demuestra la voluntad de la organización regional a rechazar el amplio consenso internacional sobre lo que constituye el debido proceso, el Estado de derecho y los grupos con legitimidad impecable, tales como Amnistía Internacional y Human Rights Watch.
Por otro, la noción de que las organizaciones internacionales tienen el derecho a decidir y opinar sobre las decisiones judiciales de los países miembros es un componente esencial en la defensa moderna de normas intencionales.
Lo digo, sobre todo, como estadounidense. Me gustaría pensar que si el Gobierno de Estados Unidos estuviera acorralando a manifestantes y los encarcelara por casi 14 años, las organizaciones multilaterales a las que pertenece EE. UU. harían más que avalar esa decisión.
También me gustaría pensar que si un futuro presidente como Donald Trump fuera a aprobar la deportación forzada de la inmigración indocumentada, como lo ha prometido, la comunidad regional se reuniría para denunciar tan flagrante violación de los derechos humanos.
Los ciudadanos de los países de América del Sur deberían exigirle lo mismo a la Unasur. Evitar un retorno a los días oscuros de los regímenes autocráticos de la década de los setenta depende de ello.
Columna exclusiva para el Grupo de Diarios de América (GDA), del cual ‘ La Nación’ es parte.
Christopher Sabatini es profesor adjunto en la Universidad de Columbia y editor de LatinAmericaGoesGlobal.org.