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El músico y su quimera

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Hacer música es una labor esencialmente paradójica. La música pertenece, por antonomasia, al mundo de lo concreto, al carpe diem, a la inmediatez, la espontaneidad, el hic et nunc. Sin embargo, un pianista toca el acorde de sol mayor con que da comienzo una sonata de Schubert, y aunque sabe que está en el mundo de lo contingente, de lo táctil, lo sensorial, lo imprevisible, lo aleatorio, lo irrepetible –¡y lo accidentado!–, hará todo cuanto pueda para que ese simple acorde parezca caído del cielo, sub specie aeternitatis, y asuma un aura de absoluto. No son más que seis dedos que presionan seis teclas (¡con todo lo que de adventicio puede haber en este acto, desde el punto de vista de la técnica del ejecutante y la mecánica de su instrumento!), pero el pianista (¿pecado de hybris ?) se desvivirá porque ese acorde suene como el arquetipo o esencia platónica de sol mayor, una sonoridad que flotaba en el topos uranus de Platón, y él retrotrajo a la tierra. La ambición es tan desmesurada que siempre generará algún grado de frustración, producto del mayor o menor grado de divorcio entre intención y resultado.








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