Las redes sociales le han dado vitrina, altoparlante y la ilusión del poder al imbécil. No será menos imbécil por tener la capacidad de infestar la dimensión cibernética del universo con sus imbecilidades. A lo sumo, será un imbécil cibernético y universal.
El linchamiento en las redes sociales es un fenómeno al que cualquier escritor debe acostumbrarse: hay que escamparlo como un estruendoso pero inocuo aguacero, como un vulgar resfrío, como una motocicleta que pasa rugiendo a nuestro lado: su ruido horada los tímpanos durante algunos segundos, pero luego se deshace en la lejanía. Es impacto sin resonancia. Para usar un adefesio lingüístico de moda en nuestro país: no produce “afectación”.
Los linchamientos son instructivos en grado sumo: en ellos se revelan como lo que realmente son, viejos “amigos” que arrastraban sus sordos rencores, y que, al ver a los zafios tirar piedras, se envalentonan y corren a emularlos. Así, amparados al “sentir popular”, aprietan el absceso de sus almas y drenan el pus que los atormentaba. “¡Qué rico sacarme este clavo con este carajo!”, piensan… y siguen adelante con sus avinagradas, supurantes, ínfimas vidas.
Oportunismo. También hay oportunistas políticos que se suman al linchamiento, porque –una vez más– los envalentona el carácter multitudinario, masivo, colectivo del fenómeno. Mi pluma siempre ha sido y será crítica, y lo es más cuando la empuño para deconstruir la mitología patriótica y el “excepcionalismo” histórico de nuestro país. A la popularidad, prefiero la verdad; a ganarme puntos como candidato a Ticolindo, prefiero el escalpelo que se hunde en la carne de nuestra conciencia patria… para extirpar un tumor, no para asesinar al paciente.
Prefiero mil veces ser insultado por ese quimérico animal que es la turba –un solo y diminuto cerebro en mil cuerpos–, que traicionar mi pensamiento.
Hay oportunistas –decía– a los que les gusta quedar bien con todo el mundo. Son lisonjeros, zalameros, le endulzan los oídos a la gente, le dicen al pueblo justamente lo que el pueblo quiere oír. Yo, por ejemplo, no salgo cantando la Patriótica en ningún video, ni comienzo el día rezando devotamente el rosario. Mi manera de hacer patria es más simple: basta con actuar correctamente. No le cobro a la gente por concederle entrevistas en medios que no me pertenecen, no finjo un naufragio en mitad del océano para cubrir mi nombre de épicos fulgores, no hago de mi fe el aditamento de una imagen pública nimbada de santidad. Todo lo que vengo de mencionar, amigas, amigos, es la esencia misma del antipatriotismo, es traición al propio país, es una conducta execrable, y no la maquilla el hecho de cantar la Patriótica con los ojos en blanco, en trance de arrobamiento.
Los linchamientos son lo propio de la chusma. Linchar es lo que mejor ha hecho la turbamulta desde tiempos inmemoriales. Ciegos y sordos de rabia, de rencor, de mal digerida envidia, de amargura por su mediocridad, irrumpen en la casa de la víctima, la sacan a la fuerza y la queman con leña verde en la plaza del pueblo. Debemos de considerarnos muy afortunados por vivir en un país en el que los linchamientos no pasan de ser simbólicos e informáticos.
Los que se suman. En medio del linchamiento, todo aquel que experimenta algún rencor por nuestra persona, se arroga el derecho de facturarnos, de cobrar su pequeño, miserable pretium doloris. Ahí los ve uno, tirando la piedrecilla, por el mero hecho de que el resto del mundo lo está haciendo: ¡es tan fácil sumarse a la lapidación: no tiene mérito alguno!
Como todo cobarde, se limitan a usar la coyuntura para vengarse, y equilibrar su economía personal del odio. ¡Esta era la ocasión que yo estaba esperando para pegarle a ese infeliz: montémonos en la ola y aprovechemos su impulso! Surfistas del resentimiento, de la amargura, de la envidia, esa que, al decir de Quevedo, “anda amarilla porque muerde pero no come”. Surfean sobre un mar de bilis y jugo pancreático, los pobres.
Los linchamientos tienen una dinámica peculiarísima. Alguien, en algún momento, comienza formulando reservas sobre un texto cualquiera. Aunque no a altura de crucero, el tono planea a un nivel aceptable, hasta que algún intrépido paladín lanza el primer escupitajo. Ese escupitajo envalentona a los otros agresores, que como perros en una gresca, se suman al linchamiento.
Así pues, es preciso que un agresor haga las veces de carburante para que se desencadene el incendio masivo. Pero de pronto, alguien de buena fe, interrumpe esta cadena del horror, y sentencia que, aunque el autor no es de su gusto, merece respeto y no debe ser denostado de tan canallesca manera.
Es posible que algún buen samaritano lo secunde. Pero no tardará en surgir un nuevo agresor, que pondrá a girar nuevamente el carrusel del odio. A veces se generan pequeños debates dentro del linchamiento general, y el autor del artículo pasa a segundo plano… Es muy divertido, todo esto. Magnífico material para la creación literaria. Encontraremos palabras de cuatro letras con cinco errores ortográficos, sintaxis inexistente, frases rigurosamente ininteligibles y absoluta indigencia conceptual.
Fortalecido. Yo he sido linchado incontables veces. Siempre son experiencias saludables: de ellas salgo fortalecido, remozado. Además, me permiten eliminar de mi sistema a traidores y envenenados que alguna vez tuve la insensatez de tomar por amigos.
Yo me he fabricado un personaje para proteger mi persona. La gente que me agrede no puede tocarme: le disparan a alguien que, esencialmente, no soy yo. Las balas pasan a mi lado y yo permanezco indemne. Esos agresores no me conocen, no saben realmente quién es Jacques Sagot. Creen dispararme a mí, pero en realidad al que hieren es al personaje que hace las veces de parapeto. Le disparan al monigote, a la marioneta, y no se dan cuenta de que el ventrílocuo, el hombre que acciona al títere está intacto.
Los agresores hunden sus alfileres en un muñeco que no soy yo. De nuevo: no me conocen, y por ello no pueden herirme, aun cuando lanzasen ojivas nucleares sobre mí. Todos sus proyectiles pasan recto, van a estrellarse con el personaje, el mascarón de proa, la foto, el muñequito del ventrílocuo, en suma, todo lo que no es mi esencia.
¿Quieren conocerme? Siempre estaré feliz de compartir con ustedes una taza de café. Ya veremos si después de eso persisten en ser mis “malquerentes” (gente que no me quiere, porque yo enemigos, propiamente dicho, no tengo). Y ese al que malquieren no soy siquiera yo: es una construcción del “se” heideggeriano: “se dice”, “se rumorea”, “se sospecha”, “se cuenta en corrillos”… Todo eso es mero humo. Les repito: bastará una taza de café para que el deleznable castillo de tramoya de la maledicencia se derrita. ¿Se apuntan?
El autor es pianista y escritor.