El internacionalismo –doctrina que antepone la consideración de lo internacional a la de lo puramente nacional– surgió con fuerza en el panorama internacional durante y después de la Primera Guerra Mundial fomentado, principalmente, por el presidente Harold Wilson de Estados Unidos.
En el siglo XVIII, el filósofo alemán Manuel Kant (1724-1804) publicó en 1795 su Ensayo sobre la paz perpetua, que tuvo una gran influencia sobre Wilson. Kant sugirió, por primera vez, una federación mundial para reconciliar las diferencias internacionales, obligar a las naciones a someterse a obligaciones legales y así lograr un estado de paz mundial por medio del imperio de la ley.
Liga de Naciones. Durante la Primera Guerra Mundial se estableció la viabilidad de la cooperación internacional en el campo político, económico y militar y se concluyó que esta cooperación podría ser administrada por medio de la creación de una gran organización internacional, encargada de aplicar esos principios. Y así, con más fe que realismo, se plasmó la idea que condujo a la Liga de las Naciones.
En la Conferencia de Paz que se celebró en París, el objetivo estratégico fue el Pacto de la Liga de las Naciones. Para los aliados en la Primera Guerra Mundial, la Liga de las Naciones justificaba el sacrificio de esa guerra porque, presumiblemente, legaba a las futuras generaciones una paz perdurable. La Primera Guerra Mundial sería la última guerra, la “guerra para terminar con las guerras”.
El presidente Wilson fue quien promovió con más insistencia la organización de un sistema de seguridad internacional por medio de una paz desarmada. A pesar de las repetidas advertencias de Francia sobre los peligros que una paz desarmada conllevaba, Wilson logró su propósito.
Su visión era la de una Liga de las Naciones “moralmente poderosa”, pero no armada, en la cual se establecería un sistema de sanciones que funcionaría –esa era su esperanza– como una fuerza disuasiva, y que todas las naciones, en conjunto, compartirían la responsabilidad de mantener la seguridad de cada una en contra de cualquier agresor mediante procedimientos pacíficos, sin recurrir a la violencia.
Por su parte, los franceses propusieron dotar a la Liga de su propia fuerza armada, sistematizar el sistema de sanciones de tal manera que estas pudieran funcionar automáticamente. La reacción de las delegaciones angloamericanas ante esta propuesta fue inmediata y negativa.
Artículo 16. El artículo 16 disponía la aplicación de sanciones a un violador del Pacto y, si la disuasión fallaba, obligaba a sus miembros a hacer valer las decisiones de la Liga con la acción militar. Hacer valer el imperio de la ley con la fuerza fue la piedra angular del nuevo sistema de seguridad.
La relevancia de este sistema internacional se haría evidente cuando este artículo fue puesto a prueba y no existió la voluntad de hacerlo cumplir. La historia del artículo 16, en gran medida, es la historia de la Liga de las Naciones.
Bajo el pretexto de que agentes chinos habían ocasionado una explosión que produjo algunos daños en sus instalaciones, Japón invadió Manchuria el 18 de setiembre de 1931. China apeló a la Liga que según el artículo 15 del Pacto obligaba a los miembros a considerar la aplicación de sanciones.
Aun cuando el gobierno japonés del Mikado fue declarado agresor, ninguna sanción le fue impuesta. El artículo 16 fue tratado como si fuera letra muerta.
La inacción de la Liga solo sirvió para dar el más claro mensaje a Hitler y a Mussolini de que si mostraban coraje, como lo había hecho Japón, la imponente estructura de la seguridad colectiva se derrumbaría a pedazos.
Etiopía y Renania. En octubre de 1935, el dictador italiano Mussolini invadió Etiopía y destruyó al enemigo indefenso con el uso de gas venenoso. Este acto representó el más claro ejemplo de agresión con el que la Liga se tuvo que enfrentar en el período de entreguerras.
Etiopía acudió a la Liga y esta se limitó a nombrar una comisión investigadora que concluyó, contra toda evidencia, que no encontraba culpable a “ninguna de las partes”. Etiopía no recibió ninguna ayuda de los miembros de la Liga.
El episodio de Etiopía destruyó la validez de la seguridad colectiva y la desintegración de la autoridad de la Liga como garante de la paz.
Los artículos del 42 al 44 del Tratado de Versalles establecían la desmilitarización de un área de Alemania comprendida entre el margen izquierdo y 50 kilómetros al este del Rin, dentro de la cual Alemania debía desmantelar sus fortificaciones existentes, no podía establecer otras y estaba imposibilitada de tener fuerzas militares y realizar maniobras militares allí.
Además, toda violación de estas disposiciones sería tomada como un “acto hostil” y “un acto de agresión no provocada”.
El 7 de marzo de 1936 tropas de Hitler ocuparon Renania. El Consejo de la Liga de las Naciones se reunió en Londres el 13 de marzo, y unánimemente declaró que Alemania había violado el artículo 16.
Hitler invadió con solo 1.500 hombres. En ese momento Francia tenía 100 divisiones bajo las armas, o sea, un millón de hombres. Churchill declaró que los aliados contaban con un poderío militar superior y “únicamente tenían que actuar y aplicar la fuerza para ganar” y terminar con Hitler”.
Pero sobraron los argumentos para no hacer nada. El gabinete francés anunció que no podía anunciar una movilización general por “el sentimiento pacifista que reinaba en el país”.
A pesar de que la Liga había hecho ostensible su irrelevancia en responder a la agresión en Manchuria y Etiopía, en lugar de aplastar a Hitler y terminar con él, el Gobierno francés, increíblemente, apeló a la Liga de las Naciones. Contra toda lógica, optó por tratar de resucitar un cadáver político.
Albert Speer, amigo de Hitler y quien se consideró como el segundo hombre más poderoso del Tercer Reich, dijo: “Si los franceses hubieran emprendido cualquier acción bélica contra nosotros, hubiéramos sido fácilmente derrotados”.
La debilidad fue la causa de la Segunda Guerra Mundial. La invasión de Renania logró terminar con la fe de sus miembros en la maquinaria de la Liga. Hitler inició sus planes de conquista mundial.
El caos. Aunque todavía faltaban años para su entierro, ya la Liga de las Naciones había muerto. El internacionalismo fue un rotundo fracaso en lograr su propósito primordial de garantizar la seguridad y la paz en el mundo. Algo similar ocurriría con las Naciones Unidas décadas más arte.
Los sentimientos nobles no tuvieron el poder de moldear la realidad a los deseos. La fuerza fue la gran ausente de la ecuación de la paz de posguerra, y sin la fuerza el imperio de la ley se reducía a solo palabras.
Le tocó a Lord Cecil, quien con justicia podía ser llamado el padre de la Liga de las Naciones, pronunciar, en ocasión de la melancólica sesión final de la Liga el 9 de abril de 1949, el más trágico pero veraz epitafio: “(La Liga de las Naciones) fracasó (…). No se pudo reconocer que la paz debe ser impuesta”.
En su libro, World Order, Henry Kissinger ofrece esta sentencia: “Mientras que la ‘comunidad internacional’ es invocada cada vez con mayor insistencia hoy en día, más que en otros tiempos, esta no ofrece un conjunto de metas, métodos o límites claros (…) el caos amenaza al mundo a pesar de una interdependencia sin precedentes”.
El autor es médico.