SEÚL – ¿Ha entrado el mundo en una nueva era de caos? La política vacilante de Estados Unidos hacia Siria ciertamente así lo sugiere. En efecto, el amargo legado de las invasiones de Iraq y Afganistán, seguido por la crisis financiera del 2008, ha hecho que no solo se vuelva reacio a utilizar su poder militar, incluso cuando se cruzan “líneas rojas”, sino también poco dispuesto a asumir ninguna carga importante para mantener su posición de hegemonía global. Si ya no está dispuesto a hacerlo, ¿quién tomará su lugar?
Los gobernantes de China han demostrado su falta de interés en un liderazgo mundial activo al rechazar abiertamente las llamadas a convertirse en un “participante responsable” en los sistemas políticos y económicos internacionales. Mientras tanto, si bien Rusia puede mantener la ilusión de que es una potencia mundial, últimamente parece interesada, más que nada, en frustrar a Estados Unidos siempre que sea posible, incluso si eso va en contra de sus propios intereses en el largo plazo. Y Europa se enfrenta a demasiados problemas internos para asumir un liderazgo importante en los asuntos mundiales.
Como era de esperar, esta situación ha socavado gravemente la eficacia de las instituciones internacionales: basten como ejemplo la ineficacia de la respuesta del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas a la crisis de Siria y el fracaso de la actual ronda de negociaciones comerciales de la Organización Mundial del Comercio (OMC). La situación se asemeja a la década de 1930, cuando, como señalara el historiador económico Charles P. Kindleberger, el vacío de liderazgo llevó a una subproducción de bienes públicos a nivel global, con lo que se profundizó la Gran Depresión.
En estas circunstancias, Estados Unidos y China (los únicos candidatos viables para el liderazgo mundial) tienen que alcanzar un gran acuerdo que concilie sus intereses fundamentales y, a su vez, les permita actuar en conjunto para proveer y proteger los bienes públicos globales. Solamente mediante la estabilización de la relación bilateral entre estas dos potencias se puede lograr un sistema global en el que se sustenten la paz y la prosperidad comunes.
Un compromiso de esta índole debe comenzar con un esfuerzo concertado de Estados Unidos para dar mayor protagonismo a China en las instituciones económicas internacionales, como el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial y la OMC. Si bien la designación de Zhu Min, miembro del banco central chino, como subdirector gerente del FMI es un paso positivo, tras ello no han venido otros nombramientos o pasos que aumenten la influencia china.
Por otra parte, se debe incluir a China en el Acuerdo Transpacífico, la zona de libre comercio panasiática que Estados Unidos está negociando con Australia, Brunei Darussalam, Chile, Malasia, Nueva Zelanda, Perú, Singapur y Vietnam. La división de la región de Asia-Pacífico en dos bloques económicos (uno centrado en China y el otro alrededor de Estados Unidos) no hará más que aumentar la desconfianza y fomentar las tensiones económicas.
De hecho, como el exconsejero de Seguridad Nacional de Estados Unidos, Zbigniew Brzezinski, argumentara en junio en el Foro Mundial por la Paz en Beijing, lo que el mundo realmente necesita es una asociación económica integral entre Estados Unidos y China. Pero esta cooperación no será posible a menos que Estados Unidos reconozca a China como un socio a su misma altura, y no solo en la retórica.
Dado que Estados Unidos aventaja a China de manera significativa en el ámbito militar, podría apoyar una asociación de este tipo sin incurrir en riesgos de seguridad importantes. La ironía es que la superioridad militar puede socavar la voluntad de los líderes estadounidenses para hacer los tipos de concesiones, especialmente en cuanto a seguridad, que requeriría una asociación de igual a igual. En todo caso, incluso así, se podrían hacer los ajustes necesarios sin poner en peligro tales intereses.
Piénsese en la venta de armas estadounidenses a Taiwán. Dado el grado de cooperación entre China y Taiwán en la actualidad, es poco probable que su reducción ponga en peligro a la isla, y con ello se contribuiría de manera sustancial a la creación de confianza entre Estados Unidos y China. La pregunta es si un presidente de Estados Unidos, sea republicano o demócrata, estaría dispuesto a correr el riesgo de enajenar a quienes todavía ven a Taiwán a través del lente de su conflicto con la República Popular.
El quid pro quo para estos cambios en la política de Estados Unidos sería un compromiso por parte de China de respetar y defender un conjunto de normas, principios e instituciones internacionales que se han creado en gran parte sin su participación. Teniendo en cuenta que el rápido crecimiento del PIB de China desde 1979 no habría sido posible sin los esfuerzos de Estados Unidos por crear un orden mundial abierto, aceptar esta condición no debería resultar un trago demasiado amargo para los líderes chinos.
Sin duda, la política exterior cada vez más firme de China desde el 2009 podría indicar que, a pesar de las ventajas universales que implicaría un liderazgo sino-estadounidense, sus dirigentes no habrían de tener mucha voluntad de comprometerse a hacer cumplir el orden global existente. Pero la creciente sensación de que esta nueva asertividad ha fracasado, aumentando la ansiedad entre los vecinos de China y el peso estratégico de Estados Unidos en Asia, probablemente signifique que se los pueda convencer de la necesidad de replantear su relación con Estados Unidos. La principal prueba de esto será si China está dispuesta a aceptar el statu quo en sus mares Meridional y Oriental.
Los pesimistas citan con frecuencia las guerras acaecidas tras el ascenso de la Alemania imperial como un paralelo histórico con la relación sino-estadounidense de hoy. Pero un mejor ejemplo (en el que una potencia hegemónica mundial da espacio a una potencia emergente) podría ser la aceptación del ascenso de Estados Unidos por parte del Reino Unido. Cuando los líderes chinos definan el papel global del país, deberían tener en cuenta el éxito del enfoque del Reino Unido y el fracaso de la arrogante diplomacia de la Alemania imperial.
Yoon Young-kwan, exministro de Asuntos Exteriores de la República de Corea, es profesor de Relaciones Internacionales en la Universidad Nacional de Seúl. © Project Syndicate.