En los sistemas políticos presidencialistas como el costarricense, la relación entre los tres poderes del Estado (Ejecutivo, Legislativo y Judicial) con frecuencia es tensa y fluctuante, lo que refleja una característica de la democracia, saludable cuando se trata de reforzar el Estado de derecho.
En este esquema de división de poderes, el Legislativo enfrenta más seriamente una debilidad funcional que ha dado en llamarse la “crisis del Parlamento”, ante la estabilidad y expansión del Ejecutivo.
También, es igualmente válida la tesis del abogado Fernando Zamora ( La Nación, 22/3/2014) quien afirma que “la progresiva influencia de un Parlamento cada día más independiente y fraccionado, en conjunto con otros poderes supervisores, como lo son el Tribunal Constitucional o la Contraloría de la República, han hecho que, en la práctica, estemos viviendo un presidencialismo minado”.
¿Democracias o partidos en crisis? Ante un cambio cultural que tiene muchos años de estar incubándose, la presunta “crisis” de los poderes del Estado tiene una relación estrecha con la tarea de recomponer el sistema de partidos políticos para analizar el fenómeno de difuminación progresiva de las funciones de agregación y representación de intereses que les toca ejercer.
Ese cambio cultural se dio cuando el conflicto de clase original dio paso a otro tipo de desencuentro, ahora de carácter plural y fragmentado, con “nuevos temas, nuevos actores, más y distintas formas de participación política, diversa estructura de apoyos sociales, diferentes identidades sociales, cambio de necesidades y de valores” (Oñate, C., El Parlamento en sistemas parlamentarios y presidencialistas ).
Es obvio que la democracia costarricense se ha quedado rezagada porque topa con una capacidad reducida de respuesta a numerosas y distintas demandas y expectativas de los ciudadanos. Por otra parte, la excesiva tramitomanía obstaculiza el crecimiento económico y la movilidad social.
Muchas personas tienen una percepción muy negativa sobre la política y sus actores, al punto que los considera responsables de todos los casos de opacidad e ineficiencia. Esto causa desafecto y desconfianza. En algún momento, no muy lejano, este recelo podría conducir a una crisis de gobernabilidad.
¿Hacia una política de triquitraques? El país tiene una profunda crisis fiscal cuya solución se ha venido postergando. Se necesita madurez y determinación de todas las fuerzas políticas para adoptar inmediatamente reformas sustanciales; de lo contrario, seguiremos observando la secuencia de un conjunto de explosiones de diferente intensidad y resonancia, como las de un “juego de pólvora”, que causan ansiedad en la población y alarma en los operadores financieros.
Uno de los estallidos es el régimen privilegiado de pensiones del Poder Judicial.
Para juzgar, basta con compararlo con el raquítico IVM. Ambos son insostenibles si no se modifican. El Poder Judicial se causó a sí mismo un daño irreversible en la opinión de los costarricenses.
El último fue la situación de falta de liquidez de la Hacienda pública anunciada, tardíamente, por el presidente de la República, Luis Guillermo Solís, para recordar que el país necesita atender con urgencia la situación fiscal y una profunda reforma tributaria.
Además, se debe recurrir a todas las medidas necesarias de contención del gasto público.
El deber de legislar. La gravedad de la situación exige que la Asamblea Legislativa tome decisiones. Para ello, primero tiene que desdoblarse para actuar como un ente autónomo a pesar de estar compuesto por representantes partidarios, porque su primer deber es cumplir con los derechos fundamentales enunciados en la Constitución Política, entre ellos, la igualdad de todas las personas ante la ley. Luego, su segunda obligación es apegarse al uso de criterios objetivos y verificables.
Solo entonces podrá producir normas técnicas de rigor, oportunidad y pertinencia indiscutibles. El país tiene suficientes análisis y estudios en casi todas las materias generados por las universidades públicas, organizaciones sociales, gremios y cámaras empresariales. Aunque siempre hay espacio para la negociación, ya están listas las propuestas a las que les ha llegado su hora de convertirse en políticas públicas.
El autor es abogado.