No pasa un día sin que los medios nos cuenten algo curioso, interesante o frívolo del cerebro humano. Desde una investigación en Tokio a un programa en Harvard, desde un rumor salido de Moscú a un artículo datado y fechado ayer mismo en Timbuctú, vamos de lo crucial a lo irrelevante a bordo de la ciencia.
¿Cómo evaluar tamaño desborde informativo? Hum, no está claro. Pero, la otra tarde, mientras leía a Rodrigo Fresán, periodista extraño anclado en Madrid, me actualicé por lo menos de lo último que ocurre en los antros científicos dedicados a la actividad.
En estos momentos, verbigracia, hay un “equipo que intenta controlar su teléfono móvil con ondas cerebrales”, a la vez que un investigador explica a sus prójimos el efecto del beso –el primer beso en los labios– que reúne información clave de la besada o el besado y la transfiere en forma de código al cerebro; también se nos dice que algunos estudiosos lograron identificar una molécula producida por el intestino, la sustancia que borra el daño mental tras una borrachera; y que la aparición del fuego y su uso en la cocina fue imprescindible para “el desarrollo del lenguaje y la comunicación”; y que, contrario a lo que cabía suponer, la audición de un heavy metal tranquiliza, relaja y provoca en el oyente un efecto similar al de un abrazo.
El informe es variado: por ejemplo, llama la atención que el área que cobija los recuerdos musicales es la menos dañada por el alzhéimer, y todo parece indicar que a nuestro cerebro le divierte darnos malos consejos de tipo económico (dicho karma es el precio que pagamos por haber evolucionado hacia pensamientos complejos, ¡oh!); y que setenta y seis son los días que se necesitan para cambiar o vencer un mal hábito. Por fin, se nos indica que sobrevalorar los hallazgos de tipo neurocientífico no es bueno porque tiende a simplificar la individualidad.
Proyecto cerebro. Más conocido por su nombre de origen, el Brain Project tuvo un padrino político entusiasta, Barack Obama, y una meta definida: obtener la “fotografía dinámica del cerebro en acción”. Los científicos a cargo tenían un plazo que iba del 2013 al 2022, pero lo cierto es que, a poco de andar, el rumoreo de que ya se habían traducido varias señales eléctricas del cerebro al formato de palabras y frases completas resultaba unánime.
Pienso ahora en los padres de la lingüística, ¿qué dirían? Ferdinand de Saussure, atento al significante que se hace significado y establece la estructura de la lengua; o Noam Chomsky que dijo que veníamos al mundo equipados con una gramática de orden genético.
Por lo pronto se avistan dos caminos. Uno exitoso, si tenemos en cuenta los murmullos de las élites académicas; el otro, de ironía-ficción. Porque, si bien los experimentos pueden aportarnos palabras y frases enteras, ¿qué pasa si los cerebros a prueba no superan los 140 caracteres? Esta es la cuestión.
El autor es escritor.