Nadie puede parar el curso de la historia, ni aun aquellos acostumbrados a escribirla. Y nada sucede la víspera: del mismo modo que en el cielo observamos el brillo de estrellas que explosionaron hace mucho, lo que sucede en la tierra es la manifestación de procesos largamente gestados que, finalmente, ven la luz.
La voluntad independentista de Cataluña no es fortuita, sino fruto de una concatenación de afrentas iniciadas en el pasado y mantenidas, con circunstancias diferentes y prácticas casi idénticas, hasta el presente. Los unionistas que se rasgan las vestiduras deberían recordar que la expresión “Reino de España” ni siquiera existía hasta la llegada de Felipe V en el siglo XVIII, instaurador de la dinastía borbónica (los Habsburgo eran reconocidos, por separado, como reyes de Castilla, Aragón, Nápoles, Países Bajos y las Indias orientales y occidentales, entre muchos otros títulos de la monarquía hispánica).
A partir de entonces, y a través de la imposición de la centralización extrema —Felipe V obedecía a pies juntillas instrucciones de su abuelo, Luis XIV de Francia (“el Estado soy yo”)—, se derogaron los fueros y derechos de la corona de Aragón con los Decretos de Nueva Planta. Así, los abusos tras la guerra de sucesión germinaron definitivamente los deseos de secesión del Principado de Cataluña.
Ha cambiado la época, pero el fondo sigue siendo el mismo y, por desgracia, también las formas. La vergonzosa e injustificable violencia de la Policía Nacional y la Guardia Civil (jaleadas desde sus lugares de origen con la garrula consigna “¡a por ellos, oé!”) contra la población civil catalana —sin distinción de sexo o edad— por acudir a votar pacíficamente en el referéndum de autodeterminación del pasado 1.° de octubre quedará en los anales de la deshonra para España y de los atentados más infames contra las libertades y la democracia en Europa.
Inicios. La cosa viene de largo, pero el punto de inflexión de esta gravísima crisis —calificada por The Economist (5/10/2017) como “la peor crisis constitucional de España desde el fallido golpe de Estado de 1981” (y puntualiza que debido a la reacción de Mariano Rajoy al referéndum, no a su convocatoria)— radica en la sentencia del 2010 del Tribunal Constitucional contra el Estatuto de Autonomía de Cataluña del 2006: aprobado por el Parlamento de Cataluña, por las Cortes Generales y, finalmente, refrendado en referéndum por los ciudadanos catalanes, fue pisoteado y amputado por el tribunal de marras —doblegado a las presiones del Partido Popular en el gobierno— que, en palabras del sevillano Javier Pérez Royo, catedrático de Derecho Constitucional, “rompió el pacto constitucional al desautorizar al Parlamento de Cataluña y al Congreso de los Diputados e ignorar el referéndum (del 2006)”, propiciando un “golpe de Estado” de facto que reduce el mencionado por The Economist a la categoría de “anecdótico”, pues si este se quedó en nada, aquel tendrá repercusiones territoriales irreversibles.
No deja de ser irónico, por una parte, que en un ejercicio de descarada proyección Rajoy acuse a los gobernantes de Cataluña de lo que él mismo alentó, y, por otra parte, que su torpedeo a un ordenamiento legal haya provocado el caos jurídico que ya ha roto España.
Y como los males nunca vienen solos, la lamentable intervención del rey Felipe VI el 3 de octubre riñendo a millones de catalanes que queremos decidir nuestro futuro, ninguneando a los casi mil heridos a manos de las “fuerzas del orden” —cuyos excesos no se tomó la molestia de reprobar, envalentonado por la efigie a sus espaldas de su antepasado Carlos III con un bastón de mando repugnantemente similar a las porras con que los policías sacudieron indiscriminadamente a ciudadanos indefensos— y despreciando el diálogo, violó la “invariable neutralidad” de sus funciones constitucionales al repetir como un loro el discurso represivo del gobierno y fundir fatalmente los conceptos de Estado y Nación en su persona (Luis XIV sigue pesando fuerte en una familia nada ejemplar que no se ha enterado de que estamos en el siglo XXI).
En este sentido, la reina Isabel II fue mucho más comedida acerca del referéndum para la independencia de Escocia del 2014, acordado con el ejecutivo del Reino Unido (España, cautiva de su intransigencia histórica, ni siquiera consiente debatir la cuestión), señalándolo como “un asunto de los escoceses”.
Seguramente por este resbalón el diario francés Libération (5/10/2017) publicó la imagen de Felipe VI boca abajo, mensaje elocuente donde los haya sobre la torpeza del monarca que, así ubicado, se hermana con el retrato de Felipe V que cuelga en la misma posición invertida en el Museo Almudín de Játiva como recordatorio de su brutal orden de incendiar esta ciudad valenciana en 1707 —“para castigo de su obstinación y escarmiento de los que intentasen su mismo error”— por habérsele opuesto en favor del archiduque Carlos de Austria.
Por lo tanto, el choque entre Aragón (partidaria del sistema federalista de los Habsburgo) y Castilla (partidaria del sistema absolutista de los Borbones), reflejo de una manera antagónica de concebir la política, no es nuevo.
Dos lecciones claras ha dejado el referéndum del 1.° de octubre: la admirable actitud cívica e impecable organización de los catalanes —ni todos los recursos y tecnología del Centro Nacional de Inteligencia bastaron para localizar una sola urna ni para desarticular la logística perfecta ciudadana (organización que, por cierto, llevó a Barcelona a ganar la candidatura de los Juegos Olímpicos de 1992 al primer intento, mientras que Madrid acumula ya los cuatro fracasos de 1972, 2012, 2016 y 2020)— y la pésima imagen internacional del gobierno de España contra la democracia y los derechos humanos, cuyo tiro de intimidación le ha salido por la culata. Y no escarmientan.
La última: la bravata del vicesecretario general de Comunicación del Partido Popular, Pablo Casado, al presidente de la Generalitat, Carles Puigdemont, de acabar como su predecesor Lluís Companys (murió fusilado en 1940 por el régimen franquista). Ese matonismo rayano en lo delictivo demuestra la total falta de argumentos de quien, acorralado, amenaza desde la impunidad.
Como en el pasado. Lo que España contempla como una aberración que, de puro tabú en su lógica dominadora, no puede verbalizar más que en forma de obtusa condena, ya ha ocurrido antes: paradójicamente, Felipe IV tuvo que reconocer la soberanía de Portugal el mismo año que estalló la sublevación de Cataluña, en 1640, por desmanes del ejército real y la oposición a la Unión de Armas ideada por el todopoderoso conde-duque de Olivares, empeñado en castellanizar la corona de Aragón.
Si en aquella época el conde-duque mandó literalmente al diablo las Constituciones catalanas, hoy Rajoy y sus correligionarios se arrogan las mismas facultades plenipotenciarias en desdén e ignorancia. Y en el llamado desastre de 1998 España tuvo que despedirse de sus últimas posesiones de ultramar —Cuba, Puerto Rico y Filipinas— y, con ellas, de su imperio colonial.
Retrotrayéndonos en el tiempo y el espacio para reflexionar sobre la conquista de América y analizando la raigambre actual del talante autoritario tan extendido en el continente, no podemos dejar de reconocer en esta la impronta castellana o lo que algunos estudiosos han venido a denominar el “andalucismo de América” por la preeminencia de los pobladores de estas comarcas en territorio americano (y, para más inri, los que lo colonizaron no fueron precisamente la flor y nata de la sociedad peninsular).
Efectivamente, las cláusulas restrictivas en el testamento de Isabel la Católica dejaban clara la prerrogativa de los castellanos sobre el Nuevo Mundo, donde exportaron y exacerbaron su cosmovisión feudalista, increíblemente vigente (América Latina no es la región más desigual del planeta por casualidad).
En el memorando Noticias secretas de América de 1747, reservado a la corona española, sus autores Jorge Juan y Antonio de Ulloa destacan que “la tiranía que padecen los indios nace de la insaciable hambre de riqueza que llevan a las Indias los que van a gobernarlos, exigiendo de ellos más de lo que pudieran sacar de verdaderos esclavos suyos”.
El proceder chulesco, endogámico y mafioso de buena parte de los dirigentes latinoamericanos —con la pasividad aprendida del pueblo para evitar la revictimización— tiene un espejo donde mirarse.
Talismanes. Los fanáticos recurren a talismanes que, como la Constitución española de 1978 —que más que una transición a la democracia fue una adaptación institucional del franquismo a la modernidad (“todo está atado y bien atado”, advirtió el caudillo)—, utilizan a modo de salvaguarda de sus propios intereses. Una Constitución adorada como sanctasanctórum deviene superstición e impedir su modificación 40 años después es poner puertas al campo.
Tomás Moro constataba hace 500 años en su obra Utopía sobre la conformación de una república ideal que el objetivo de los aprovechados “es inventar todos los procedimientos imaginables para seguir en posesión de lo que por malas artes consiguieron”. Cataluña no solo está harta de ser la ubre de la que chupa España (representa el 20% del PIB español y aporta al Estado 16.000 millones de euros anuales en recaudación fiscal), sino de no ser respetada en su cultura e idioma milenarios.
La independencia de Cataluña no tiene nada que ver con el nacionalismo, demagogia desesperada de algunos intelectuales en horas bajas como Mario Vargas Llosa, sino con la libertad, como la alcanzaron Noruega (respecto de Suecia), Islandia (respecto de Dinamarca), la India e Irlanda (respecto del Reino Unido), Finlandia, Estonia, Letonia, Lituania y Ucrania (respecto de Rusia), Eslovaquia (respecto de la antigua Checoslovaquia), por citar algunos ejemplos del siglo XX, es decir, ayer.
Ya es hora de que la incipiente y entusiasta República Catalana brille y ocupe el lugar que le corresponde en el firmamento de los países soberanos.
El autor es economista.