O se le quiere o se le odia. Oscar Arias es de esos personajes que no da cabida a las medias tintas. Suele suceder con los sujetos de su estirpe: directos, sinceros, polémicos, inclaudicables en sus principios y creencias.
Aunque varias veces discrepé de él, debo admitir que, después de analizar sus declaraciones, tras la reunión con su homólogo José María Figueres, estoy totalmente de acuerdo con nuestro querido y odiado premio nobel de la paz, en relación con el tema de que ambos deberían renunciar a la precandidatura del Partido Liberación Nacional (PLN).
Sin afán de convertirme en un adulador más –ya tiene suficientes–, me limitaré a hacer una reflexión sobre los motivos por los que creo que, en el Balcón Verde, protagonizó lo que yo llamaría un acto de sensatez, prudencia y sentido común.
¿Lo habrá dicho por cálculo político-electoral o por un auténtico sentido pragmático de la coyuntura actual? Ya lo sabremos en “ocho, nueve, diez u once días”, cuando tome la decisión final de si continúa en la lucha o se va para la casa a seguir leyendo, pero, de momento, confiando en las buenas intenciones de Arias, me apuro a defender su proceder, partiendo de la premisa de que ya el pueblo está cansado de los mismos y clama por oxigenación en nuestras desgastadas lides políticas.
Nuevas caras. Si los partidos tradicionales quieren dejar de serlo tanto, deberían empezar por apostar por políticos no tradicionales. Que los de siempre se hagan a un lado y den espacio a los que, como diría Arias, están haciendo cola.
En esto, el problema es cuán larga es esa cola porque, de momento, no he visto mucha acción en las filas emergentes de esas nuevas generaciones, dispuestas a tomar la estafeta que uno quiere ceder y el otro no quiere soltar.
¿Quién tiene la razón? A mi limitado entender, creo que el expresidente Arias. Lo reafirma cuando señala que “en una democracia nadie es indispensable. No hay ninguna razón para aferrarse al poder”.
Sin duda, sabias y humildes palabras de un hombre al que siempre se le ha recriminado su vanidad y egocentrismo, males de los que parece contagiarse su colega al señalar que “reúne las condiciones de liderazgo, experiencia, conocimiento del mundo, de energía y de decisión”. Dime de lo que presumes…
Por lo tanto, a pesar de Figueres, hagamos eco del llamado de Arias y abramos esos espacios para que una renovada clase política salga del ostracismo y ponga manos a la obra.
¿Qué los detiene? Supongo que muchos no se quieren embarrialar con las bajezas típicas de nuestra politiquería barata o que a lo mejor resuena en sus oídos aquella frase célebre que una vez le escuché a Kevin Casas: meterse en política es echar la honra a los perros. ¡No me animes tanto, compadre!
Frente común. Si no les pasamos la brasa caliente a los que vienen atrás abriendo camino, las bajezas van a descender más y los perros se pondrán cada vez más hambrientos. Es deber de los nuevos actores, viejos y jóvenes, con experiencia y sin ella –ya vimos con este gobierno que no estamos para principiantes– comprometerse con una causa común: adecentar la política y empezar a construir un mejor porvenir para todos.
Quizá suene a respuesta cajonera de concurso de Miss Universo, pero es nuestra única opción antes de que sea demasiado tarde para rectificar el rumbo de la barca. Ya Arias está demostrando que la vela, timón y brújula de las que tanto se jactó se le quedaron en el titular de uno de sus libros y, en el ocaso de sus 70 calendarios, no se siente con la fuerza ni la energía para enfrentar la labor homérica que la patria y sus seguidores le demandan.
Hay que sacar a la luz, de las trincheras académicas, empresariales, diplomáticas, públicas y privadas –o de dondequiera que estén escondidos–, a esos hombres y mujeres destinados a realizar el ansiado cambio que tanto nos prometieron y que aún no vemos por ningún lado. Ojalá lo encontremos en la cola de gente que espera se abran las puertas de un Balcón Verde que está como la puerta negra: bien cerrado y con tres candados.
El autor es periodista.