Estos días ha sido inevitable pensar en Julio, un humilde joven de Alajuela cuya vida acabó abruptamente hace cerca de dos años. Julio fue llamado un miércoles a la Fiscalía a declarar en una causa en la que aparecía como denunciado.
Ese día no hubo ningún funcionario disponible que realizara la diligencia –informarle de los hechos que se estaban investigando—por esto se le dijo que se presentara al día siguiente.
Sobre las 8 de la mañana del jueves, ya Julio estaba en el despacho judicial. Sin embargo, la fiscala encargada del asunto se encontraba fuera de la oficina. A Julio le tomaron sus datos personales, pero como la presencia de la representante del Ministerio Público era imprescindible, la fiscala Adjunta ordenó que el muchacho fuera esposado y trasladado a una celda del OIJ.
Unos minutos después, en un incomprensible arrebato de locura o desesperación, Julio se suicidó. Si bien fue abierto un expediente administrativo para investigar el asunto, al final nada pasó.
Pero claro, ingenuo incorregible, uno siempre piensa que este tipo de cosas no se repetirán. Uno siempre piensa que la razón y la responsabilidad de quienes ejercen el poder pesarán más y que, en efecto, decir que se vive en un Estado de Derecho supone algo.
Desafortunadamente la realidad es tozuda. La detención y el show que se montó contra una defensora pública en Siquirres nos lo recuerdan como una agria verdad: muchas veces no es así.
No tengo elementos para decir que la detención de la defensora es fruto de una política articulada del Ministerio Público para amedrentar a quienes ejercen la defensa –pública o privada– (soy algo escéptico en esto de las teorías conspiracionistas ) o simplemente resultado de la arbitrariedad, la torpeza, la impericia o, como diría un filósofo del derecho, de la arrogante pedantería de la ignorancia del que por un instante se siente con poder. Ello, esperemos, lo determinarán las instancias correspondientes.
Hechos graves. De lo que no tengo el menor resquicio de duda, es sobre la necesidad de que estos acontecimientos no se diluyan en medio de la indiferencia y las otras “urgencias” que tanto nos apremian. El hecho es grave de por sí y no hay otra forma de verlo. Probablemente en momentos como los que corren hablar de estas cosas puede parecer inútil.
Cuando el partido político que en la pasada campaña electoral presentó las propuestas más populistas y represivas en materia de seguridad obtuvo una importante masa de votos o cuando la posición del presidente de la Corte Suprema de Justicia respecto a que una pena de 50 años es casi una pena perpetua, genera fuertes críticas en diferentes redes sociales –a propósito, digo yo, un juez de carrera, formado en Francia y España, con una prolija producción bibliográfica y una larga trayectoria académica, reconocida internacionalmente, tendrá los recursos suficientes para pronunciarse con solvencia sobre cuestiones como esa– definitivamente, el ambiente no es el propicio para hacer visible lo delicado de los excesos de las instituciones desde las que se diseña o ejecuta nuestra política criminal.
En medio de lo que ya se ha podido comentar, hay algo que me parece crucial. Es necesario que quienes ejerzan ciertos puestos –como evidentemente el de fiscal y, también el de juez– no solo estén formados y evaluados en materias jurídicas o procesales. Resulta esencial que se incluya el compromiso deontológico con una serie de principios que implican razonar cuándo el ejercicio del poder, más allá de, normas o reglamentos, exige verdaderamente decisiones que lesionen derechos primigenios. No es fácil no caer a la tentación de “ser poderoso”.
Urge que aquellos a quienes atañe vigilar que el Estado, como diría Weber, siga poseyendo el monopolio de la fuerza, tengan la ecuanimidad, la sensibilidad y, al mismo tiempo, el arrojo para discernir cuándo las esposas, los barrotes y las perreras salen sobrando.
Parapetarse tras una norma para decir que alguien es detenido o esposado “conforme a derecho”, es una simpleza y un peligro. Una aplicación normativa mecánica y acrítica es más cómoda, pero altamente riesgosa. Sospecho que a los abogados nos cuesta entender que las leyes son solo puntos de llegada, nunca de partida.
Prefiero no creer que la creatividad para escoger y para decidir cuándo sí y cuándo no; en suma, para asumir concienzudamente qué significa ser un Estado democrático de derecho, no sea una habilidad que nos haya sido negada también.