Después del tercer bus lleno que no se detuvo, decidimos caminar los dos kilómetros que nos separaban de la terminal. Luego de la espera en la interminable fila y empapados hasta el alma, conseguimos espacio de pie.
En cada parada que el conductor hacía, un pasajero no dejaba de llamarlo “buchón” por tratar de meter más personas de las que era físicamente posible. El pasajero solo quería llegar a su casa, las personas en las paradas solo querían que algún bus de todos los que pasaban llegara a detenerse.
En la rotonda, la prioridad de paso la tenían los más atrevidos, poco podíamos hacer los pasajeros. Mientras me escurría y esperaba a que cualquier cosa sucediera, me puse a escribir estas líneas en el teléfono. El día anterior también tuvo su tragedia: un hombre enojado porque el conductor no le aceptó un billete de ¢20.000, decidió botarle la caja del dinero y luego huir como un cobarde. Hubo que esperar a que cada moneda fuera recogida del suelo.
Por fin, un asiento libre, de pie venía gente que cargaba muchas cosas o muchos años, pero eso no importaba; yo estaba cansado y merecía sentarme. El joven de al lado pensó exactamente lo mismo, solo que se movió más rápido.
El pasajero gritó al chofer para que se moviera: “si quiere meter más gente que sea en el maletero”. Una hora de viaje y ya pronto me tocaría bajarme, caminar otro par de kilómetros hasta la otra parada y esperar un bus que me dejaría a un kilómetro de mi casa. Con la esperanza siempre de que no tardara mucho en pasar uno con espacio, y ojalá que ese sí viniera ocupado por seres humanos.