Los reportajes del periodista David Delgado, publicados en La Nación el 15 y 17 de marzo, referentes a las condiciones carcelarias y la sobrepoblación en los centros penales del país, tienen un doble valor.
Primero, porque es el fruto del esfuerzo y perseverancia del comunicador, quien, ante la injustificada negativa del Ministerio de Justicia para suministrar estos datos, tuvo que recurrir hasta la Sala Constitu-cional para obtener las horrendas cifras publicadas, las cuales resultan, desde todo punto de vista, de un enorme interés público.
En segundo lugar, los reportajes tienen un gran valor por el contenido mismo, el cual evidencia una triste realidad, de las peores violaciones a los derechos humanos, que no corresponde a un país como Costa Rica, que goza de una respetable tradición, precisamente en la promoción, defensa y vigencia de los derechos humanos.
El problema de la sobrepoblación carcelaria, hacinamiento, violencia e infraestructura inadecuada e insuficiente no es un problema reciente, ni de este gobierno; es de vieja data. Solo que las últimas administraciones han postergado, injustificadamente, una solución realista y no se le ha dado una solución adecuada, oportuna e integral.
Una respuesta que no fije su atención solo en aspectos de infraestructura y cupos. No se trata únicamente de crear nuevos espacios, nuevas cárceles donde albergar a esta sobrepoblación. El ritmo de crecimiento de la población penal y de hacinamiento carcelario resulta absolutamente contrario a la capacidad de construir nuevos centros penales. El problema es más serio y complejo que de simple infraestructura. Todo espacio nuevo o vacío simplemente se va a llenar. Solo es cuestión de tiempo.
Mientras no haya una respuesta coordinada entre lo legislativo, judicial y administrativo, el problema persistirá o, lo que es más grave, va a empeorar con más violencia, motines y delitos. Precisamente, todo lo que se busca evitar por medio de la privación de libertad de ciertos sujetos, es lo que se está propiciando actualmente.
Pese a que no es un problema del nuevo gobierno, lo cierto es que un nuevo gobierno presupone precisamente eso: nuevas iniciativas, nuevas propuestas y, sobre todo, acciones diferentes a la de quienes le antecedieron. Sin embargo, lamentablemente, por lo menos en las políticas penitenciarias del actual Ministerio de Justicia, no se ha observado este cambio y, por el contrario, más de lo mismo sin ninguna innovación es lo que se percibe y se concluye de los reportajes publicados por La Nación.
Ante un panorama tan grave y serio, en donde 10.860 reclusos sobreviven en las peores condiciones de hacinamiento, urge establecer prioridades. Sobre todo porque debe reconocerse la falta de recursos humanos y materiales, además del tiempo transcurrido. En cuatro años de un gobierno, no se va a solucionar, pero sí es posible tomar decisiones correctas y oportunas.
La prioridad deben ser los niños y las mujeres, población que, por su propia condición, es vulnerable; de ahí que, por encima de la población carcelaria adulta y masculina, debe preferirse la atención a los privados de libertad menores de edad y a las mujeres.
Con respecto a los niños, la esencia de la privación de libertad de una persona menor de edad es la finalidad educativa. Así lo establece todo el acervo del sistema de Naciones Unidas y el marco jurídico nacional que regula la materia.
Tanto la Ley de Justicia Penal (artículo 123) como la Ley de Ejecución de las Sanciones Penales Juveniles (artículos 8 y 77) establecen que el objetivo de una sanción penal juvenil es la finalidad educativa. En un verdadero Estado de derecho, las sanciones, tanto para adultos como para menores de edad, se imponen para cumplir una finalidad. Si las sanciones no están cumpliendo el objetivo legal, resultan contrarias, no solo a la ley, sino también a la Constitución Política.
No puede ser, si nuestro país se precia de ser un Estado de derecho, que se intente callar esta realidad al negarse a la prensa los datos de la sobrepoblación carcelaria. Pero, sobre todo, no puede ser que la situación se mantenga y nada cambie, sin consecuencias para el país y los funcionarios públicos responsables de la situación que viven miles de ciudadanos en las cárceles.
Porque hay que recordarlo, no porque han cometido un delito dejaron de ser ciudadanos. Todos sus derechos se mantienen vigentes, excepto los limitados por la sentencia judicial. Han sido condenados a penas privativas de libertad, no a la pena de muerte. Por ello, a la población menor de edad que se encuentra recluida deben respetársele todos sus derechos, especialmente el derecho a la educación.
Debe brindárseles una oferta educativa acorde a sus capacidades, con equipos interdisciplinarios, atención terapéutica para enfrentar las adicciones –como a las drogas y al alcohol– y atención médica y psicológica que vele por su salud física y mental.
Sin embargo, ¿cómo pueden cumplirse estos objetivos educativos en un chiquero? Así de crudo calificó el periodista responsable de los reportajes señalados, “100 jóvenes descuentan su castigo en un chiquero”, es decir, en una pocilga; un establo destinado a los cerdos. Adolescentes y niños equiparados con unos cerdos, en condiciones y en un lugar absolutamente inadecuado para cumplir la finalidad educativa señalada por la ley.
Lo único que puede esperarse de los jóvenes que conviven en un 215,8% de hacinamiento es más violencia, más frustración y más delito. Un verdadero desperdicio de una oportunidad para lograr su reincorporación social, no su exclusión permanente de la sociedad.
El reto de este nuevo gobierno es, por lo menos, cambiar el chiquero por un centro educativo, o lo más parecido a una verdadera escuela, lugar natural de todos los jóvenes.
La educación sigue siendo la principal arma para vencer la pobreza y permitir la movilidad social. Los jóvenes privados de libertad de nuestro país también se merecen una segunda oportunidad.
El autor es abogado.