Desde los albores de la humanidad, los recintos del poder han estado habitados por dos ethos o caracteres de la fauna humana.
La primera fauna, abrumadoramente mayoritaria a lo largo de la historia, cree en el secreto y la arbitrariedad. Solo unos pocos miembros de esa fauna se jactan de sus tendencias autoritarias; la mayoría esconde sus verdaderos instintos políticos con una fingida adhesión a la ley y a la transparencia. No creen con convicción en ninguna libertad, pero, sobre todo, reniegan con ahínco de la libertad de pensamiento y de prensa.
Cuando aún no ha ingresado a la centros del poder, esta fauna alardea de su estirpe libertaria y democrática, pero tan pronto penetra esos recintos, desnuda sus auténticos instintos con candorosa y apasionada vehemencia.
El principal instinto de esta fauna política es sobrevivir, autoperpetuarse para continuar disfrutando las mieles del poder y así tejer una pequeña o gran red de intereses personales o gremiales.
Irremediablemente, unidos a ese instinto primario vienen otros: en primer lugar, que nada cambie, que todo permanezca igual. El segundo instinto es cerrarle el paso a la información y a la transparencia. El tercero es administrar mayorías con cualquiera de sus correligionarios o aparentes adversarios que comparten sus tácticas de supervivencia con idénticas motivaciones.
No es posible cambiarle el rumbo a un Estado colmado de ineficiencias y corruptelas si un segmento importante de su clase política está cooptado por esta fauna.
Todos los recintos del poder –salones ministeriales, plenarios legislativos, dormitorios sacerdotales, burós financieros, pasadizos de partidos políticos, aposentos de juntas directivas u oficinas burocráticas– siempre han sido suelo fértil para estos pequeños o diminutos dictadores.
Contraste. La segunda fauna política cree en el espíritu crítico, la libertad, la democracia y el imperio de la ley; cree, además, en la tolerancia y la transparencia. Es una fauna que ha estado en serio peligro de extinción durante casi toda la historia humana, y durante largos períodos ha estado virtualmente desaparecida de la faz de la tierra.
A pesar de que la fauna política que cree y promueve la libertad, la honestidad y la transparencia está siempre en minoría, logra a veces importantes conquistas porque la gran mayoría de los ciudadanos, que ven con sospecha o rechazo a los detentadores del poder y sus travesuras, comparten el objeto de sus luchas e ideales.
La diseminación de la información pública, que hoy posee más canales que nunca antes, permite con extraordinaria rapidez y eficiencia que las intrigas y maquinaciones que se urden en los centros del poder, cubiertas por el secreto durante milenios, sean hoy conocidas por la gran mayoría de los ciudadanos.
El temor de que sus maniobras lleguen a ser de dominio público funciona para esa fauna política como un eficiente freno a sus espurias intenciones. No hay mejor disuasivo contra el delito, dijo un juez estadounidense, que una buena lámpara.
Quizá no existe un aporte de mayor trascendencia para cualquier sociedad, que la de inculcarle altos grados de transparencia.
Clase magistral. Hoy, los poderosos lo son menos que en cualquier otro momento de la historia porque una buena porción de la humanidad ha venido recibiendo, desde hace algunos años, una clase magistral colmada de ejemplos de los que se pueden extraer leyes virtualmente inmutables. Una de esas leyes, tan antigua como la humanidad, la explicitó Lord Acton, a mediados del siglo diecinueve, cuando expresó que el poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente. No tiene, por tanto, nada de extraño que la fauna política mayoritaria les tema, con inusitado pavor, a la opinión pública, a la prensa y a la transparencia.