Hay personas que invierten fortunas exosféricas en el constante, obsesivo cincelamiento de sus rostros y sus cuerpos. Aunque ninguna de ellas me paga por prodigarle mis servicios psiquiátricos, es con la mejor voluntad del mundo que arriesgaré un diagnóstico: trastorno dismórfico corporal, o dismorfofobia, una patología de tipo obsesivo-compulsivo, comórbida de la depresión, en la cual la persona no está nunca contenta con su propia imagen. No cesa de perfeccionarse, juzgando que siempre hay un defecto físico que urge subsanar.
Tal es el caso de muchos homines faranduliensis. Beckham aseguró sus piernas, su torso y su cara –el gancho mercadotécnico de toda suerte de basura– por 148 millones de euros. ¿De dónde procede esta práctica? No de los deportistas.
La actriz Bo Derek fue la primera celebrity que le puso a su cuerpo una cláusula de seguro: 1 millón de dólares. Por idéntica suma se tasaron los ojos violetas de Liz Taylor, los labios de Angelina, las piernas de Rihanna y las cuerdas vocales (¿cuáles?) de Enrique Iglesias.
Madonna aseguró su voz por 3 millones y Janet Jackson, en un modelo de austeridad, hizo otro tanto por 1 millón y medio. Mariah Carey propuso un paquete, un value meal: cara+voz= 7,5 millones. Las piernas de Heidi Klum están aseguradas en 2 millones, la cara de Claudia Schiffer en 3,7 millones y el cuerpo entero de Elle McPherson en 10 millones.
La melena de Jennifer Aniston se cotiza en 1,6 millones. Tom Jones aseguró los pelos de su pecho en 3,5 millones de libras esterlinas. Cada pelo que por ventura quedase prendido a la barra de jabón, durante la ducha, costaría aproximadamente mil libras. Si algún día tuviese que someterse a una operación en la caja torácica, la deforestación masiva de este santuario natural, reserva de biosfera, equivaldría al asolamiento de la Amazonia, y costaría un disparate.
Origen. El culto fetichista por los segmentos anatómicos nos viene del siglo XIX. Ahí encontraremos el germen de las aberraciones que venimos de enumerar. El cuerpo tasajeado, destrenzado, descuartizado. Los Fragmentos anatómicos, sobrecogedor lienzo de Géricault, el cadáver desmembrado, la parte por el todo ( pars pro toto ), la sinécdoque: designar el organismo por uno de sus componentes (“se acercan las velas” en lugar de “se acercan los barcos”).
Hay animalitos de farándula que se han convertido en seres troceados, despedazados: cada uno de sus porciúnculas deviene fetiche. ¿Que todo esto es de muy mal gusto? Es perverso y miope percibirlo de tal manera. Porque el “gusto” es aquí lo de menos.
La noción de “buen gusto” es una idea de clase, la estética de los diletantes, los aficionadillos, los viejos y viejas cursis. Esto va mucho más allá de las consideraciones estéticas o de esa degradación de la belleza que llamamos “gusto” (cuestión de epidermis).
Es, en realidad, profundamente trágico. El dolor y el envilecimiento no son, en lo esencial, un problema estético, sino ético.
Caso extremo. Recapitulo un hecho al que ya me referí hace algunos años. Brittney Houston, actriz porno, estableció un récord mundial: copuló con 620 hombres que esperaron en fila, durante horas, su turno. Sus labios vaginales menores quedaron tan dilatados que tuvo que someterse a tres horas de cirugía para reajustar su original amplitud. Los cuatro milímetros de tejido amputado han sido colocados in vitro sobre un pequeño pedestal de mármol. Ahora constituyen, en palabras de ella, “una obra de arte”.
Los fragmentos genitales de Brittney han sido equiparados a la oreja mutilada de Van Gogh. Primus inter pares con el David y La Pietà. Miles de coleccionistas pagan las réplicas del nuevo ídolo a precio de oro. Tres pellejillos, virutas de carne encapsuladas en su marco vítreo.
Y Brittney sigue destazándose. El emplasto de silicona extraído de su seno derecho (el del izquierdo se perdió) está también en venta. Pesado, gelatinoso, descomunal. ¿A qué viene esta grotesca casuística? A que uno de mis deberes es dejar testimonio del mundo y la época en que me ha tocado vivir. Ese mundo que usted y yo compartimos. Ahí se los dejo.
Vuelvo a los Fragmentos anatómicos, de Géricault. La pintura y la literatura del siglo XIX desmiembran el cuerpo. La piel de zapa, de Balzac; Berenice, Los crímenes de la calle Morgue y El corazón delator, de Poe; La cabellera, ¿Quién lo sabe? y Al lado de un muerto, de Maupassant; La pata de mono, de Jacobs; La cabellera y Los ojos de Bertha, de Baudelaire; La nariz, de Gogol.
En su ensayo sobre la fase “del espejo”, Lacan enfatiza esa “discordia primordial” que se manifiesta en el infante por la incoordinación motriz de los primeros meses de vida. Antes de ser nuestros cuerpos, somos los fragmentos que de ellos reconocemos (las típicas preguntas de los padres: “¿Dónde queda la naricita?”, “¿dónde quedan los ojitos?”, “¿dónde quedan las orejitas?”).
Fragmentados. Tal pareciese que la sensibilidad del siglo XIX –proclive de suyo al fetichismo– nos devuelve a esta etapa del desarrollo psíquico humano. Fragmentos dispersos que cobran vida autónoma y andan por ahí haciendo de las suyas. El propio monstruo de Frankenstein es –no lo olvidemos– un zurcido de miembros anatómicos arrancados a la muerte. La metonimia pareciese ser la figura matriz del imaginario decimonónico.
El siglo XX la llevó a su máxima expresión, sobre todo en tanto que misil verbal, agresión sexual, reducción del todo a la parte. Designar a una mujer por un paraje de su anatomía: “se ven buenos traseros en los gimnasios”.
Lo que durante el siglo XIX fue abordado con inmensa dignidad estética, y a modo de reflexión –o de intuición avant la lettre de la tesis lacaniana–, ha degenerado en una atomización, una disgregación, una verdadera carnicería del cuerpo humano. Nos hemos quedado fijados en la fase de “¿dónde está la naricita?” .
Estamos ontológicamente disgregados. Incapaces de una visión integradora de nuestro ser. Somos las partes de nuestro cuerpo –ni siquiera la totalidad, percepción ya de suyo incorrecta, toda vez que ignora nuestras dimensiones psíquica y espiritual–.
Metonimias vivientes. El tipo de criatura que hubiera hecho las delicias de Hannibal Lecter, el caníbal prodigiosamente encarnado por Anthony Hopkins. Es un fenómeno eminentemente detectable en el moderno zoológico de la farándula deportiva, televisiva, cinematográfica y aun política.
Esa farándula que ya casi coincide con la totalidad de la superficie social. La que nos falsifica, nos vende y nos empuja a contonearnos en la universal pasarela del mundo.
El autor es pianista y escritor.