Él es homosexual. Su familia no lo sabe “oficialmente”. Estamos en el 2003: más de veinte años después de que la comunidad médica alertara al planeta sobre el VIH. La información es profusa: todo el mundo sabe que la protección sexual ha devenido imperativa.
Sin embargo, él se hace contagiar practicando una sexualidad irresponsable, esa en la que el desafuero y la promiscuidad son producto de la desesperación: aquel a quien le prohíben hablar gritará, vociferará. Silencien a un ser humano, y explotará con redoblada violencia. Un desenfreno que debe ser entendido, así pues, como un manifiesto, un acto de insurrección generado por la asfixia. ¿Irracional conducta? No juzguemos, amigos.
Nuestros actos. Pasemos, antes bien, revista a cada uno de nuestros actos desde que abrimos los ojos por la mañana hasta ese ensayo cotidiano del morir que es el sueño. ¿Cuántos de ellos pueden ser considerados genuinamente racionales? ¿Cuántos, por el contrario, podríamos calificar de emotivos, viscerales, inexplicables, absurdos, compulsivos, hormonales, automatismos, condicionamientos, mero acatamiento de órdenes, productos del terror? ¡Ahora sí: que alce la mano quien pueda jactarse de gestionar su vida siempre guiado por la diáfana luz de la razón!
Así, pues, con perfecta conciencia del horror a que se exponía, adquiere el VIH. ¿Por qué? De nuevo, excluida queda la hipótesis de la desinformación. Descartada también la de una compulsión sexual tan frenética que le hubiese llevado a olvidar la sencillísima maniobra consistente en ponerse un preservativo. Añadamos a esto que él conocía el drama del sida, habiendo tenido un amigo que padecía la afección: la espada de Damocles que pende sobre la cabeza del enfermo, la ansiedad que genera cada conteo de CD4, la carga viral, los efectos secundarios de las terapias, el estigma social. Todo lo sabía: absolutamente todo.
Sin comunicación. Pero falló el aspecto que hubiese sido más fácil de prevenir: la comunicación. Jamás le habló a su familia de su homosexualidad. La familia, por su parte, tampoco propició el diálogo. ¿Por qué? Pues porque lo sospechaba: esas cosas que se “saben” sin saberse, las que todo el mundo teme, pero precisamente por eso nunca se abordan en el foro familiar (y, si no es ahí, ¿dónde?). Las familias hablan sobre todo... menos sobre lo que es imperativo hablar. Lo barren bajo la alfombra, lo meten en el ático, o lo confinan al sótano… ahí fermentan estos sordos secretos, se pudren hasta que terminan por generar un cataclismo.
Efectivamente, una noche, él reúne a sus padres en el comedor familiar –ámbito sacro, ritual por excelencia– y les suelta las dos bombas atómicas: una: “Soy homosexual”, dos: “Estoy seropositivo”. Había que librar las noticias juntas. Si hubiese revelado solo la primera, se habría expuesto al juicio, la censura, la incomprensión. “Vendiéndolas” como un paquete, lograba que la segunda atenuara la primera. Por supuesto, el amor paterno y materno, la solidaridad, la preocupación por su salud, la caritas , en suma, iban a prevalecer sobre la sanción.
Los padres legisladores serían sobrepujados por los padres amantes y protectores. ¡Pero lo trágico del caso es que, para hacerse aceptar, para poder pasar su homosexualidad a través de las barreras aduaneras de la moral pública, tuviese que contagiarse! ¡Inspirar la lástima a fin de no suscitar la censura!
Lo más triste de todo es que la familia, a buen seguro, habría aceptado su homosexualidad, y el amor de sus padres y hermanos en nada habría mermado, sin necesidad de “comprar” su absolución al precio de una enfermedad letal.
La falta de comunicación. La incapacidad para el diálogo. El miedo a lidiar con los hechos. ¡Todo era tan evitable, tan simple! Pero nadie creó el espacio para conversar, tocar “el punto”, pungir el nervio sensible. Por miedo. El sentimiento más humano del mundo, sí, pero también el más deletéreo. Lo que Jonas llama “la heurística del terror”. De nuestras enfermedades, la más grave y atávica. ¡Familias del mundo: hablen, dialoguen, enfrenten lo que haya que enfrentar juntas! ¡No obliguen, a fuerza de incomunicación, a uno de sus miembros a auto-inmolarse de esta manera!
Misericordia. En el terreno de la sexualidad, debemos ser capaces de misericordia. No digo “lástima”, sino “misericordia”, la “suspensión del juicio ético” (Montaigne). Ensayar, en su lugar, un gesto de asociación, de identificación cordial (del latín cor: corazón) con el otro. Ejecutar un ejercicio de “transmigración”, ponernos en el lugar del prójimo (el próximo) e intentar ver el mundo desde su perspectiva. ¡Seríamos capaces de comprender tantas cosas! Juzgar es muy fácil: cualquier cretino puede hacerlo. Comprender es, en cambio, supremamente difícil.
Quien comprende, no juzga, no condena, no castiga. Si Dios es, efectivamente, omnisciente –y, por lo tanto, capaz de comprenderlo todo–, bien puedo concebir que su perdón y su misericordia sean infinitas. No podemos pedirle otro tanto al ser humano. Pero debemos, en cambio, exigirle respeto por lo radicalmente diferente, por la alteridad, y ponerle un límite a su intolerancia (que siempre es producto del miedo, ¿de qué? Pues, precisamente, de lo que no comprende). Aceptar, acoger, aun más: celebrar la diferencia sexual.
La familia es el ámbito para comprender, sanar, dialogar, perdonar. Para ejercer la caritas cristiana, la commiseratio de Spinoza, la compasión (padecer-con) de los budistas. Lo que la moral sanciona, el amor lo legitimará.