Si los seres humanos creamos los vínculos con otras personas a través de la cultura, los sentimientos y el compromiso; es decir, por nuestra capacidad de crear significados y no por instinto (ningún individuo está condicionado a considerar a otro como parte de su círculo de relación), ¿qué determina, entonces, la creación de una comunidad?
Lo que unifica a un grupo de individuos diversos son los valores que definen su vinculación recíproca. Una comunidad no puede existir si los valores que tienen que unificar la diversidad de individuos son rechazados por sus partes.
Si lo que une es solo la formalidad legal, los acuerdos comerciales o las conveniencias económicas, o bien los intereses de adquisición de poder por parte de un sector social, la relación entre los diversos está llamada al fracaso, pues durará cuanto los intereses de esas personas sean mantenidos por estas realidades.
¿No es un ejemplo de eso lo que ha ocurrido en el Reino Unido? La razón es simple: lo que separa, diferencia, desune e impone distinciones implica lucha, guerra, división y renegación de todo aquello que creaba unidad. No es importante si se vive en un mismo espacio geográfico, si no hay comunidad de valores, no hay respeto, ni armonía, ni crecimiento social.
La sociedad que defiende la fragmentariedad de la vida, creada por la globalización, es el más claro ejemplo de fracaso en el intento de unificación entre los pueblos. Más similares somos para el mercado global, más queremos distanciarnos los unos de los otros; más unificados nos presentamos en lo comunicacional, más evidente es el deseo de independencia individual.
Nuevas generaciones. Las generaciones modernas odian tanto las teorías sociales que tratan de explicar las relaciones humanas como a los partidos ideológicamente “impecables” y a la planificación social (a todos los niveles), porque consideran todo ello una mentira, un artificio que no corresponde con la realidad “caprichosa” del deseo personal.
El diálogo intergeneracional, por eso, en sus múltiples variedades, parece ser una rémora del pasado.
Las nuevas generaciones se sienten mil veces más inteligentes, informadas, realistas y autosuficientes que sus padres. La experiencia de vida cuenta poco para definir lo que es correcto o bueno.
De hecho, la propaganda las ha hecho narcisistas demasiado seguras de sí mismas, porque para la gran mayoría de ellas lo “nuevo” o “lo que me gusta” es simplemente lo mejor y lo verdadero.
El mundo, empero, gira en otro eje: el de la objetividad comercial y financiera, donde lo que cuenta es el cierre de la contabilidad. Sin embargo, es interesante ver cómo las grandes mayorías parecen impotentes ante los acuerdos comerciales a gran escala, mientras que las reivindicaciones sociales parecen centrarse cada vez más en la defensa de las minorías.
No es que las reivindicaciones de las minorías deban ser relativizadas, es solo que parecen haberse convertido en la agenda política más importante: se ha dejado al margen la lucha contra la pobreza creciente, las soluciones a la falta de empleo, las acciones para frenar la violencia creciente y el deseo de asegurar la justicia pronta y objetiva.
¿A qué se debe este fenómeno? ¿No es más importante buscar crear un orden mundial más justo y armonioso, para que los pueblos no tengan que doblegarse al imperio económico? Ya el papa Benedicto XVI había dado una señal de alarma con su encíclica Caritas in veritate, cuando hablaba de la necesidad de un ordenamiento legislativo global para poner límite a una economía que no tiene en cuenta al ser humano en su necesidad de desarrollo integral.
Consumismo. Si buscamos explicaciones a todo lo que está aconteciendo, es necesario fijarnos en aquello que mueve a la gente. Nuestra sociedad es víctima de un consumismo tan feroz que ha terminado por convencernos de que solo defendiendo nuestro “pequeños derechos individuales” transformaremos el mundo.
Pero eso implica necesariamente que las vinculaciones comunitarias más extensas (familia, pueblo, nación) comiencen a ser relativizadas en lo que les da cohesión. ¿No parece extraño que lo único que parece exacerbar los sentimientos patrióticos y el deseo de vinculación con otros sea el fútbol?
De aquí que surja otro problema: los grupos de presión política ¿deben convertirse, por fuerza, en definidores de la vida social a toda costa? ¿Acaso el gobierno tiene la función de ser “oyente”, “mediador” y “solucionador” de los intereses políticos particulares, con miras a satisfacer las más variadas exigencias de todo deseo grupal, por minoritario que sea? ¿Cuánto defienden nuestras instituciones públicas los valores colectivos que una vez nos caracterizaban o que son indiscutibles mantenedores de la unidad que ahora añoramos?
Es cierto que el mundo cambia a un velocidad vertiginosa, pero ¿significa eso que toda la historia vivida y que ha generado cosas muy positivas tenga que ser refutada por anticuada?
No hay duda de que tenemos una gran necesidad de espíritu crítico para sopesar con racionalidad y equilibrio el destino de nuestra nación. Esto exige, sin lugar a dudas, un claro deseo de buscar crear relaciones duraderas y no suponer que lo vital sea obtener aquello que simplemente nos conviene.
Virus del egoísmo. Lo anterior vale para todos los protagonistas sociales actuales, porque todos estamos infestados del virus del egoísmo que ha encontrado en la sociedad consumista su mejor abono.
Todavía no nos hemos dado suficientemente cuenta hacia dónde nos puede llevar la autosuficiencia que nos caracteriza: la falta de su articulación ideológica es lo único que no le permite convertirse en una forma cruel de fascismo.
En efecto, este tuvo su gran éxito gracias a la propagación de su mito de exaltación de la patria o de la etnia y a la aplicación sistemática de políticas populistas. A partir de estos instrumentos político-ideológicos, se hizo posible traducir en violencia represiva todo intento de diversidad.
¿Acaso la exacerbación del deseo individual no podría fácilmente ser transformado en un mito político? Ya existen movimientos en muchas partes del mundo que están intentando hacerlo, incluso con un cierto grado de éxito electoral.
¿Cómo se destruye una comunidad? Cuando un grupo dentro de ella reniega de sus valores nucleares, relativizándolos y colocando sus propias razones de unión como el paradigma de la auténtica comunidad.
En este momento, el diálogo cesa, aparece la intolerancia y comienza la división. Pero si un grupo quisiera incluir nuevos valores dentro de una comunidad, lo primero que tendría que hacer es respetar los elementos nucleares que la han sostenido y demostrar que lo que se propone crea más cohesión, más cercanía y justicia para todos.
Así se podría iniciar un diálogo que no utilice el recurso a la violencia (cualquiera que sea su manifestación) y que pueda canalizar las aspiraciones más legítimas de todos los miembros de la comunidad.
Algunos (o muchos) pensarán en un mundo tan egoísta como el nuestro esto no es posible; y no carecerían de razones para ser escépticos. Pero es preferible ser optimista y sostener con la praxis política este principio, porque solo así podremos conjurar al demonio del fascismo enajenador en nuestros días.
El autor es franciscano conventual.