Cuando tenía diecinueve años me sentía viejo. De verdad lo creía así. Caminaba por las calles de mi vecindario con un aura de alma antigua cargando libros considerados aburridos por mis contemporáneos mientras comía unas deliciosas galletas con forma de herradura y puntas de chocolate cerca de San Pedro.
Era delgado, para nada hirsuto y la alopecia aún no hacía estragos en mi copete. Actualmente quedan ruinas encima de mi frente de lo que alguna vez fue una gloriosa civilización capilar.
En la alborada de cumplir cincuenta y un años de edad no me siento ya de esa manera, tampoco me percibo joven, simplemente me invade un sentimiento de querer aprisionar el tiempo para que no se vaya a ninguna parte, aunque eso no es posible.
Tampoco temo a lo que llamamos muerte y no he podido convencerme de que no exista continuidad en la conciencia del ser y de los afectos, si así fuera todo sería una macabra jugarreta existencial.
Me doy cuenta de que no puedo enmendar algunos yerros personales, ni encontrar explicaciones a todas las circunstancias que me han tocado vivir, pero puedo asegurarles que no se escogen siempre las cartas del mazo de naipes, tan solo hay esmero y voluntad en la jugada que corresponde.
Como muchos de los que me leen, paso con frecuencia de estados de desconcierto a franco estupor, porque presenciar los comienzos del siglo XXI es trepidante y la urgencia reclama casi siempre el lugar de lo más esencial.
Nos distraemos en exceso para no pensar y por esa ausencia interior nos vaciamos sin remedio hasta amueblar con objetos materiales los sitios que deben llenar los sentimientos y la reflexión.
No puedo evitar observar cómo la superficialidad y la fachada abarcan espacios que antes pertenecían a la virtud. Otra explicación posible a esto es que, de verdad, me estoy poniendo viejo y la mascarada desborda mi capacidad de adaptación.
Los niveles de competitividad han crecido tanto que prefiero esperar sentado cada vez que por mi mente cruza la idea que puedo ser mejor que alguien en algo. Eso es una soberana tontería, un espejismo del ego que gusta de jugar bromas pesadas.
Todos tenemos cualidades y defectos que nos hacen ser personas diferentes, pero eso es parte de un plan superior cuyos planos no se nos permite atisbar, por eso es tan buen negocio especular al respecto.
Creo firmemente en una verdad revelada que se resume en la potencialidad de amar de los seres humanos, ese fue el énfasis de Jesús en el Nuevo Testamento, por eso no deposito mi credo en quienes recetan diablos y centellas a cada momento, y me surge una sana desconfianza cuando alguien alega tener comunicación directa con Dios, especialmente si el mensaje de dos o más de esos iluminados se contradice acerca del mismo tema, prefiero ser cauto.
Como enseñó Descartes, me mantengo en la religión que me inculcaron mis padres. No necesito cambiar de fe para ser una mejor persona, que es en realidad todo lo que quiero.
Jaime Robleto es abogado.