En relación con el debate que se ha abierto alrededor de Tesoro Directo, en su defensa se cometen tres errores importantes: la ley dice con claridad que los valores de Hacienda deben ser estandarizados, no es un invento; segundo, ningún mercado de valores que se precie de algún grado de desarrollo lo ha logrado sin poner orden en el funcionamiento de la gestión de la deuda pública; y tercero, no se trata de un simple problema de si puede atraer fondos de la gente (de hecho lo están haciendo) o no, el problema es que lo hacen de una forma que afecta a una colectividad que no lo sabe.
Al respecto, debemos plantear dos preguntas esenciales: por qué algunas situaciones justifican la acción concreta y directa del Estado y por qué otras no. La segunda es por qué el desarrollo del mercado es una que lo requiere y cómo debe hacerse.
En cuanto a la justificación de que el Estado intervenga en algunos aspectos de la sociedad, aunque personalmente prefiero que sea lo menos, no tengo la menor duda de que algunas situaciones lo exigen: velar por la mejor educación de todos los ciudadanos, por la seguridad de las personas y sus bienes, por la salud de todos sus habitantes.
En otras no: no tiene sentido que el Estado se meta a definir el largo de los tallos de las flores, la cantidad de perros en cada casa o el color de nuestros automóviles. Los primeros afectan a una colectividad, pero el interés público es diferente.
Esa es precisamente la razón por la cual el Estado interviene en el desarrollo del mercado de valores. Porque hay un interés público que tutelar, como lo hay en la salud o la seguridad. ¿Cuál es ese interés público? En resumen se podría decir que se llama información, pero en realidad va mucho más allá.
Interacción. Equivocadamente se piensa que en los mercados de valores el vendedor se encuentra de casualidad a un comprador, y como por arte de magia acuerdan que el título vale 90%. Pero no es así. Los precios resultan de la interacción de muchos que venden y muchos que compran, no muy diferente de la feria del agricultor.
La diferencia es que en el mercado de valores los precios de todos los valores se basan en lo que pasa con los bonos de Gobierno, que se consideran libres de riesgo. A partir de ellos, se construyen las curvas de rendimientos, de manera que el precio de los demás se logra sumando una “prima” de riesgo.
En ausencia de un buen mercado de deuda pública, no hay curva. Y si no hay curva, el precio de todos los demás valores termina siendo casi una lotería.
Ahora, de igual forma, se piensa, por error, que el mercado de valores favorece a los ricos. Pero no, los ricos se defienden solos. Somos los pobres los que necesitamos protección. ¿Y cómo invertimos los pobres? Especialmente por medio de los fondos de pensiones. Ese es el interés público que los Estados serios tratan de tutelar, promoviendo un mercado de deuda de Gobierno.
Sin transparencia. Tesoro Directo no solo emite en forma opaca, por decir lo menos, sino que lo hace con instrumentos no estandarizados, como lo exige la ley de valores. Si los valores no son estándar, no pueden generar un mercado secundario profundo. Y, por lo tanto, no hay curva de rendimientos.
No se crea que los beneficios de un mercado profundo se agotan en la liquidez del mercado. Es que la gestión del riesgo de los portafolios depende de esa curva. Más aún, el desarrollo de mecanismos de cobertura solo es posible con un mercado profundo. En su ausencia, los portafolios tienen mucho más riesgo.
Parafraseando a un economista ya venido a menos hace años: ¡inversionistas del mundo, uníos! Todos a combatir a Tesoro Directo.
El autor es exsuperintendente de valores.