Hace ya casi sesenta años, John F. Kennedy inauguró su presidencia e impulsó una serie de políticas públicas para ampliar y modernizar las que, en la década de 1930, implementara Franklin D. Roosevelt con el propósito de enfrentar la profunda crisis económica de esa época.
La iniciativa de Kennedy para mover a Estados Unidos hacia adelante, tanto en lo económico como en lo social y cultural, tuvo por marco la Guerra Fría y, en particular, la competencia con la Unión Soviética, cuyas dimensiones más visibles fueron las carreras militar y espacial.
Frente al comunismo soviético, con sus limitadas condiciones de vida y de consumo y falto de libertad política, el Estados Unidos de Kennedy se afanó por exhibir una democracia de la abundancia, dispuesta a expandir los derechos civiles, a fortalecer el Estado de bienestar, a adecentar la administración pública, a impulsar el desarrollo internacional (en el caso de América Latina, mediante la Alianza para el Progreso) y a promover el consumismo individualista como una nueva forma de identidad.
Camelot. La utopía asociada con la administración Kennedy fue posteriormente sintetizada con el término Camelot, que estableció un idílico paralelismo entre los logros de esa gestión gubernamental y la del mítico rey Arturo.
Tal ha sido la fuerza del imaginario creado en torno a Camelot que, desde 1990 hasta el año 2010, en diversas encuestas efectuadas por Gallup, Kennedy se ubica como el presidente mejor evaluado por los estadounidenses, con una aprobación que fluctúa entre un mínimo del 76% y un máximo del 86%.
Curiosamente, la tendencia anterior se ha mantenido pese a que, desde la década de 1990, Camelot empezó a ser considerado a partir de enfoques más críticos, que evidenciaron el lado más oscuro del gobierno de Kennedy, como la creciente intervención de Estados Unidos en la guerra de Vietnam y las acciones emprendidas contra la Revolución cubana.
Legado. En contra del legado progresista de la administración Kennedy, empezaron a articularse tres fuerzas fundamentales: la derecha política, el conservadurismo religioso y el capitalismo corporativo, todas las cuales confluyeron durante los gobiernos republicanos de Ronald Reagan (1981-1989) y George Bush (1989-1993).
Fue en este largo período que la institucionalidad democrática estadounidense empezó a experimentar, por vez primera en su historia, un deterioro sostenido, no solo como resultado de políticas dirigidas contra el Estado de bienestar y a favor de una redistribución del ingreso en beneficio de los más ricos, sino mediante prácticas abiertamente ilegales como las que dieron origen al escándalo Irangate.
Dicho deterioro, que no fue adecuadamente enfrentado por el gobierno de Bill Clinton (1993-2003), se acentuó todavía más durante el período de George W. Bush (2001-2009), quien llegó a la presidencia como resultado de una elección controversial. En su administración, se construyeron “hechos alternativos” para justificar la invasión a Irak y se institucionalizó la tortura.
Nuevamente, aunque la administración de Barack Obama (2009-2017) procuró contrarrestar el deterioro ya referido, sus esfuerzos fueron insuficientes. De hecho, durante su período en Estados Unidos se terminó de constituir el sistema de detención de inmigrantes más grande del mundo.
Salò. La República de Salò (1943-1945), el último asiento del régimen fascista de Benito Mussolini, sobrevivió hasta el final de la Segunda Guerra Mundial gracias al apoyo de los nazis. Tal experiencia fue una de las fuentes de inspiración para una extraordinaria película de Pier Paolo Pasolini: Salò o le 120 giornate di Sodoma, que representa sin concesiones la anarquía del poder y su capacidad para la deshumanización y la destrucción.
Poco sorprende que el ascenso político de Donald Trump rápidamente empezara a ser asociado con Salò (más con la película que con el régimen), ya que su carrera política se alimentó del deterioro previo de la institucionalidad democrática estadounidense y se construyó a partir de una estrategia político-electoral que profundizó ese deterioro.
A diferencia del gobierno de Kennedy, que movió a Estados Unidos hacia adelante a partir de políticas democráticas, el de Trump está empeñado en moverlo hacia atrás, en todos los sentidos posibles, con base en el uso anárquico del poder. A la administración Trump, por el momento, no parece importarle el costo institucional que esto pueda tener para la sociedad estadounidense ni para el resto del mundo.
Camelot terminó con el asesinato de Kennedy en Dallas, en noviembre de 1963. En Washington y en otras partes de Estados Unidos ya se debate abiertamente acerca de cuáles serían las mejores vías institucionales para desalojar a Trump de la Casa Blanca.
Tal vez el actual Salò estadounidense pueda ser resuelto de manera civilizada a partir de un acuerdo político que, por sí mismo, implicaría una ruptura sin precedente en la tradición democrática de Estados Unidos. Quizá tal acuerdo no se logre. En cualquier caso, es de sobra conocido que historias como las de Camelot y Salò rara vez tienen finales felices.
El autor es historiador.