La Nicoya de las postrimerías del siglo diecinueve era una villa de apenas unos ochocientos habitantes. Había un telégrafo, un comisariato perteneciente a un español, la iglesia con su párroco y no había ni siquiera un policía. El jefe político se encargaba de dispensar el orden. En esos días fue cuando llegó un grupo de forasteros a asentarse en las orillas del río Morote, al oeste del Obispo, noroeste de los Cerros de Jesús y una legua al norte de Matina.
Era gente robusta y trabajadora. Venían con un contrato del Gobierno de José Joaquín Rodríguez Zeledón para labrar una gran extensión de tierra con el fin de introducir la agricultura a escala comercial. Deseaban cosechar la caña de azúcar, tabaco y café en una zona de bosques en medio de montañas, lomas y ríos. Desde su anexión, esas tierras inhóspitas solo habían sido usadas, en partes, para la ganadería de poca intensidad y manejo.
–¡Es el general Maceo! –se murmuró entre vecinos y conocidos, como se esparce el fuego en zacatal seco.
La gente conocía el nombre. Era el excepcional guerrero que había combatido a lo largo de diez años contra uno de los mejores ejércitos del mundo. Los españoles desplegaron la mayor cantidad de tropas que jamás en su historia habían lanzado a la guerra, para defender a su colonia de los rebeldes independentistas. A pesar de eso, Maceo los había contenido, los había combatido y los había hecho retroceder. La mayor figura castrense española y capitán general de Cuba, el general Arsenio Martínez Campos, había huido de Maceo después de haber sido abatido por el Titán de Bronce en sendos enfrentamientos que habían tenido, a pesar de que en cada caso Maceo había presentado combate en condiciones de severa desventaja dadas la inferioridad numérica de sus tropas y tecnológica de armamentos.
La fama del general Antonio Maceo se había extendido por todo el orbe y era bien merecida. Era un táctico brillante, un hombre valiente, y lo más importante de todo, era un hombre de impecable entereza y valentía, dedicado a la libertad. Tenía claro el propósito de su vida, que era librar a los esclavos de sus cadenas y a Cuba de España. Maceo era negro, así como algunas de las cien familias mambises (rebeldes) que trajo consigo para poblar el valle de Matina. ¡Tanto mayor mérito, pues los negros eran objeto de desprecio, tanto por amigos como por enemigos!
En esa época, el radicalismo liberal cobraba fuerza. Se contraponía al conservadurismo político, sistema que conservaba las ideas económicas heredadas de la edad feudal, donde los grandes hacendados mantenían y aumentaban sus fortunas a cambio de salarios de miseria que pagaban a sus criados y empleados.
Los liberales radicales favorecían a los pequeños comerciantes y la libre movilidad social. Maceo se había convertido en el adalid militar del radicalismo liberal. Los principales revolucionarios latinoamericanos buscaban su apoyo y se solidarizaban con él. Así fueron las relaciones cercanas que tuvo con el general Eloy Alfaro, refugiado político en Costa Rica y futuro reformador y presidente de la República de Ecuador, así como con el general Catarino E. Garza, ideólogo y precursor de la revolución mexicana que derrocaría el régimen conservador de Porfirio Díaz, y así con tantas otras figuras prominentes de la época. Ellos adoptaban las doctrinas militares maceístas, así como años más tarde lo haría el Che Guevara, como él mismo asentiría.
La colonia mambí de Maceo empezó a desmontar extensiones de varios cientos de hectáreas para el desarrollo agrícola. Fundaron un pueblo que después nombrarían La Mansión. Pasados más de tres años desde su llegada, se dieron cuenta de que la zafra de la caña se perdía, pues no tenían cómo transportar la voluminosa cosecha a los mercados. Entonces se hicieron de un ingenio de azúcar, y lo montaron en la ribera occidental del río Morote.
Simultáneamente, Maceo negociaba con José Martí, que había venido ya dos veces a Costa Rica para planear la guerra y la patria, se aseguraba de mantener los compromisos y el orden en la colonia agrícola, manejaba las relaciones públicas con los demás patriotas rebeldes de San José y el interior, levantaba fondos para la invasión, atendía sus relaciones con el Gobierno y con el presidente José Joaquín Rodríguez.
El 25 de marzo de 1895, zarpó Maceo con sus mambises de Puerto Limón, para convergir en Cuba con los otros dos pilares de la Guerra de Independencia esencial, José Martí y Máximo Gómez. Antonio Maceo cayó baleado y macheteado en Punta Brava, cerca de La Habana, el 7 de diciembre de 1895, después de haber atravesado la isla, de extremo a extremo, de oriente a poniente, como un león incansable, venciendo y confundiendo a un enemigo mucho más fuerte y poderoso.