Para algunos, el desarrollo de un país se sustenta en su dotación de recursos naturales. Otros privilegian la capacidad de construir una economía robusta. Si bien ambas condiciones son fundamentales, es cada vez más aceptado que todo inicia en el reino de las ideas. El desarrollo es, en esencia, una cuestión de ideas.
A diferencia de lo que sucede en Costa Rica, países como Corea del Sur, Singapur, Islandia y Escocia han logrado revisar y adoptar nuevas ideas que potencian su desarrollo y permiten la consecución de metas ambiciosas en beneficio de importantes mayorías. Para ilustrar el estancamiento ideológico que carcome nuestro país desde hace algunas décadas, me referiré a la discusión sobre el uso de energía solar para el autoconsumo y la generación distribuida.
Mi argumento es que la clase gobernante (en un sentido amplio del término) y los responsables de la política energética siguen atados a un paradigma ideológico que atenta contra los principios más básicos de eficiencia, oportunidad y sentido común. Pero, sobre todo, que carecen de ambición, como motor de cambio y desarrollo.
Desde hace muchos años, Costa Rica no define una meta que la distinga a escala internacional. No me refiero a las metas, ya de por sí obligatorias, que buscan cerrar brechas estructurales, como reducir la pobreza o la mortalidad infantil, por ejemplo. Hablo de metas que sirvan para crear nuevas instituciones y avanzar a estadios superiores de desarrollo. Vivimos de las decisiones que adoptaron nuestros gobernantes más de 60 años atrás.
Incluso la meta de carbono neutralidad al año 2021 no fue una idea original ni ambiciosa. Nueva Zelanda, Noruega, Australia e Inglaterra, entre otros, ya implementaban políticas en esa dirección años antes que nosotros, y ya están cerca de alcanzar objetivos mucho más ambiciosos. Esto no reduce la bondad de la idea. Mi punto es que evidencia nuestra falta de creatividad y ambición como país, y que ahí radica, en buena medida, la razón de nuestro subdesarrollo.
Lo que logramos como país en la década del 40 fue tan exitoso que parece que nadie quiere aspirar a superarlo. La hidroelectricidad como piedra angular de nuestra política energética es un claro ejemplo de este paradigma ideológico. En el contexto de cambio climático en el que vivimos, seguir invirtiendo la mayor parte de nuestros esfuerzos y recursos públicos en hidroelectricidad y otras fuentes de energía contaminantes es ambientalmente contraproducente, ética y políticamente irresponsable, y económicamente ineficiente.
El crecimiento del mercado de bienes y servicios ambientales (como la energía solar, eólica, geotérmica y biomasa) abriría todo un universo de oportunidades y espacios de colaboración entre empresa privada, Gobierno y sociedad civil. Nuestras universidades públicas y colegios técnicos y científicos podrían articular programas de investigación y capacitación. La industria nacional podría reducir costos de operación y alcanzar mayores estándares de producción limpia.
Miles de jóvenes que hoy sufren desempleo podrían incorporarse a un mercado creciente y dinámico. Nuestro discurso a escala internacional en materia de medioambiente podría ser más consecuente con políticas efectivas a nivel nacional. La investigación, la innovación y el desarrollo de nuevas tecnologías podrían atraer la tan preciada inversión extranjera.
Contrario a todo lo anterior, autoridades gubernamentales (de ayer y hoy) siguen empeñadas en explotar nuestros ríos e importar combustibles fósiles. Un sinsentido. Pero, sobre todo, una nueva evidencia de falta de ambición y creatividad.
El diálogo nacional sobre política energética, convocado por el actual gobierno, podría haberse constituido en el espacio adecuado para revisar y redefinir las ideas en esta materia. Hay poca evidencia de que esto sea así. Hasta ahora, las señales apuntan a un reforzamiento del paradigma vigente desde la década del 40.
Esta era una oportunidad más para que la nueva administración demostrara, con hechos, la voluntad de cambio. Para ello, requiere dejar de lado el conformismo y los arreglos institucionales heredados, y asumir una actitud valiente y ambiciosa.
El autor es estudiante de doctorado en la Universidad de Nueva Gales del Sur (University of New South Wales).