El viejo refrán de que “nadie experimenta en cabeza ajena” puede aplicarse no solo a individuos, sino también a pueblos enteros. En los últimos años, la pretensión de suplir todas las necesidades sociales e individuales mediante la acción del Estado paternalista e intervencionista ha sido ensayada muchas veces en diversos países que, después de dolorosas experiencias, ya están de vuelta de estas utopías irrealizables.
Sin embargo, cuando unos vienen de vuelta, otros apenas van de ida: los ejemplos de la antigua Unión Soviética y sus satélites y el lamentable estado de los países que en nuestro continente han adoptado políticas socialistas radicales no han sido suficientemente aleccionadores para un sector de nuestra población, que en la presente campaña electoral, para canalizar una protesta anárquica contra muchas cosas no bien definidas, se ha entusiasmado con el discurso de un joven político, de indudable extracción comunista, que oculta su filiación tras vagas consignas estereotipadas.
El auge, según las encuestas, de este sorpresivo líder nos obliga, independientemente del resultado final de las elecciones del próximo mes, a un replanteamiento de nuestra democracia como sistema político, algo que sobrepasa evidentemente el marco del presente comentario, así como al análisis de las verdaderas causas del inesperado apoyo que ha recibido un candidato que, antes de entrar en la contienda electoral, en múltiples oportunidades ya había hecho profesión de su credo comunista, el cual ha sido tradicionalmente rechazado por los costarricenses.
Carlos Marx, el teórico del llamado “socialismo científico”, no fue jamás un demócrata. Era un comunista y su egocentrismo posiblemente le habría impedido someter sus ideas al tribunal de la opinión pública, aunque hubiera tenido la oportunidad de hacerlo. Los seguidores que llevaron a la práctica sus teorías las consideraron dogmas intangibles y, en los países donde lograron adueñarse del poder, nunca las sometieron a consulta popular y persiguieron sañudamente a quienes osaban discutirlas. Es sabido que, en los países comunistas, las elecciones –cuando se hacen– son manipuladas desde el poder o, sencillamente, no se celebran, como en Cuba.
De ahí que resulte insólito que un comunista participe en una contienda democrática, aunque posiblemente, si ve la posibilidad, puede poner en práctica el consejo de Lenin, quien enseñaba que, para llegar al poder, todas las vías son buenas , incluso las legales. A quienes lo califican de joven e inexperto, el candidato les responde que su condición de abogado y su experiencia como asesor legislativo y actual diputado lo capacitan para aspirar al cargo, y que lo único que no sabe es robar. En efecto, nadie lo ha acusado de ladrón, pero sí es evidente que, calculadamente, le ha ocultado al electorado su filiación comunista, pues sabe muy bien que el reconocimiento explícito de esa ideología espantaría a muchos de sus actuales seguidores.
A cuantos le tocan el tema contesta vagamente que ni él ni su partido pretenden copiar recetas de otros países, y que procurará erradicar la pobreza y “cerrar la brecha social”, que es, prácticamente, lo mismo que dicen todos los demás candidatos. Pero, para ser leal con sus seguidores de buena fe y aquietar un poco las agitadas aguas que ha levantado su participación en este proceso, tendría que abjurar públicamente de su credo comunista y asegurarle al país que un eventual gobierno suyo respetará la propiedad privada y el régimen de libre empresa, y no celebrará tratados, acuerdos ni componendas de ninguna clase con Gobiernos extranjeros que, en alguna forma, comprometan o menoscaben las libertades y derechos de los que actualmente gozamos todos los ciudadanos.