Los latinoamericanos nos hemos venido haciendo esta pregunta desde hace varios años, y cada día la respuesta se torna más urgente.
Muy preocupado, angustiado, vino a mí un canto que solíamos entonar emocionados allá en los años sesenta del siglo XX y que se había convertido en un himno en las manifestaciones a favor de la paz por la guerra en Vietnam, aprendido repitiendo la grabación de aquel disco de acetato de 33 revoluciones por minuto.
Las armoniosas voces de Peter, Paul and Mary con los bellos versos de la canción, compuesta por Peter Seeger, llenaban los auditorios y volaban con el viento en los estadios a lo largo y ancho de los campus universitarios en Estados Unidos. Nuestro grupo de amigos la cantábamos por Vietnam, pero, sobre todo, por el Medio Oriente, para que árabes e israelíes se aceptaran y no fueran más a la guerra y se acabaran los ataques terroristas.
Más que ninguna otra canción, esta me identifica con la angustia de hoy por los hermanos del sur, que heroicamente quieren rescatar la plena democracia en su país.
Mil veces me he preguntado, ¿cómo es posible que los gobernantes no entiendan que, como la historia lo demuestra una y otra vez, aun el más férreo de los regímenes, una vez que pierde el apoyo de la mayoría del pueblo y este lo manifiesta y demuestra saliendo diariamente a las calles, aun a sabiendas de que alguno de ellos podría morir, ese gobierno inevitablemente caerá?
Aferrarse a la idea de que ellos son quienes tienen la razón, aunque la realidad social y económica los contradiga, solo hace más difícil el proceso de derrumbe e inevitable transición.
Ceguera. Conculcar cada día más derechos, ignorar la legalidad, ver con indiferencia la protesta ya no de sus “enemigos de siempre”, sino de sus aliados de ayer, es transformarse en ciegos que miran pero no quieren entender lo que ven.
La canción expresa magistralmente la angustia ante la violencia: “¿Adónde se han ido todas las flores que las chicas que las cortaron llevaron a sus maridos con los que se casaron y a quienes la guerra llevó a las tumbas en que reposan y que están cubiertas de flores?”. Luego de cada uno de los versos en que cambia el sujeto (las chicas, las flores, los maridos, los soldados, las tumbas, las flores…) retorna la pregunta: ¿Cuándo aprenderán, cuándo aprenderán?
Ese mismo círculo de vida y muerte por la violencia absurda es el que repiten los canallas, los que se sienten fuertes e invulnerables, los que no dudan en hablar en nombre del pueblo y, procazmente, pertinazmente, repiten sus “condiciones”, mien-tras las mayorías siguen perdiendo hora a hora la fe en ellos. Se van quedando más solos, pero no parece importarles. Arengan a quienes por necesidad o por ignorancia aún los “apoyan”; en su mayoría, gente que por un tiempo se llenó de esperanza, pues también en el pasado fueron las víctimas de un sistema que poco les favorecía, en medio de una opulencia que hoy solo ha ido cambiando de manos.
Sus palabras son vacías, su voz suena cínica, sus insultos son dagas en el corazón de los estudiantes, de las madres, de la justicia. ¿Aprenderán?
Lecciones de juventud. Nosotros, los rebeldes de los sesenta y setenta, aprendimos que sin libertad y sin leyes justas las más bellas frases se transforman en palabras gastadas, como escribió don Pepe en nuestra tierra bendita.
¿Será que el ejercicio del poder los ha obnubilado, les ha anestesiado hasta la última gota de sensibilidad o el último átomo de sentido común?
Desde acá, no queremos revanchas. Queremos ya una ruta hacia la paz. Queremos que ese bravo pueblo recupere una vez más la libertad, la paz, la solidaridad y la armonía.
Basta ya de entrenar soldados y milicias; permitan que se vuelvan a sembrar flores en aquella tierra ubérrima. Que vuelva la esperanza y la tranquilidad a los hogares, que padres y madres no sientan la angustia de esperar cada noche el regreso de sus hijas e hijos sanamente a casa. Restauren el limpio Estado de derecho; convoquen a elecciones como se debe y reconcilien al pueblo aceptando los resultados. Paren un posible baño de sangre que parece venir con la fuerza de un tren sin frenos.
El autor es economista.