Hoy parecen lejanos los tiempos del panarabismo impulsado por el líder egipcio Gamal Abdel Nasser, en la década de 1970, para conformar un bloque de países árabes y contrarrestar la influencia de potencias occidentales. La premisa básica se resumía en “X [escriba el nombre de un país] es mi país, el islam es mi religión y el árabe es mi lengua”. Pocos jóvenes árabes recuerdan esos argumentos. Por el contrario, ahora es necesario pensar en términos sectarios, étnicos y tribales, pues hay una crisis de identidad.
Hoy no resulta claro qué significa ser egipcio, sirio, iraquí o yemení, porque la identidad nacional no es una construcción precisa. El auge inicial de la llamada “primavera árabe” fue más una especie de reacción típica de una gaseosa que un proceso con una base identitaria y política arraigada en las cosmovisiones de los distintos sectores de las sociedades de los países árabes. Por eso, pocas personas en la región recuerdan la independencia, las nacionalizaciones y las reformas de la década de 1970, que abrieron espacios sociales. Bien puede considerarse que esas sociedades hacen esfuerzos por regresar a la época de las tribus, desmantelando los Estados construidos por las presiones de Occidente.
Por ello cabe preguntarse si realmente hoy es posible pensar en Irak, Siria, Libia y Argelia como entidades políticas unitarias, o si más bien son aquellas como los emiratos (Omán, Catar, Dubai) las que reflejan esquemas “exitosos” en contraste con los Estados. De ahí que también sea válido cuestionarse si el acelerado avance de ISIS y su Califato Islámico no sea producto de la decadencia y fracaso de los aparatos estatales –por lo que ha llegado a cubrir un vacío de poder–, en lugar de haber sido generado por las intervenciones militares en Irak o en Libia, y más bien estas crearon los escenarios para hacer visible las crisis que se estaban gestando bajo los regímenes de Saddam Hussein y Muammar Gaddafi, para citar dos casos.
Crisis de identidad. La forma más sencilla es ver la situación en una serie de dicotomías, tales como sunitas-chiitas, persa-otomana, saudita-iraní, o, la más difundida, en la presencia hegemónica estadounidense (obviando el caso de Rusia). La mayoría de los análisis resultan más en la toma posición, pues obvian variables y factores que también determinan y condicionan la construcción de la realidad. No hay que olvidar que esta es compleja y multicausal, por lo que no se puede pretender caer en los enfoques simplistas que se encuentran a menudo. Por ello es necesario tener en cuenta la crisis de identidad que desde hace décadas sufre el mundo árabe, como también la crisis de las unidades políticas en prácticamente todos los Estados árabes y, sin duda, el juego hegemónico de las grandes potencias (Estados Unidos, Rusia y China).
La convergencia de esas variables ha generado espacios y vacíos de poder en esos países, que están siendo aprovechados por grupos rebeldes. Un ejemplo es el grupo al-Houthi, de Yemén, afiliado a la secta chiita Zaidi que habita en el norte del país.
El actual escenario contrasta con otras fases de auge de la cultura árabe, en las que el islam y los pueblos árabes hicieron valiosas contribuciones al progreso de la humanidad. Por ello resulta válido el argumento sobre la “tragedia de los árabes” que está generando un declive civilizacional, no observado desde los parámetros occidentales y el pensamiento eurocéntrico que ha predominado en el análisis político y académico de los pasados siglos.
La situación del mundo árabe hay que entenderla no con los criterios y premisas del sistema internacional del siglo pasado, porque se estaría uno quedando en las “prisiones conceptuales” de una realidad muy distinta. Hoy predomina una nueva arquitectura global, en la que el Estado no es el único actor internacional. Por ello no se puede insistir en análisis estatocéntricos, negando el poderío y hasta la legitimidad de actores no estatales. Los problemas hay que abordarlos en los distintos planos: individual, local/tribal, societal, estatal, regional, internacional y global, así como en las distintas dimensiones.
De ahí que no se trata solo de un asunto endógeno del mundo árabe, sino que los factores exógenos, principalmente de carácter sistémico, inciden de manera directa. La lucha de las grandes potencias tiene como uno de sus principales escenarios el Medio Oriente y regiones vecinas, como ocurrió a inicios del siglo XX (recuérdese el acuerdo Sykes-Picot). Estamos frente a un mundo con profundas e irreconciliables divisiones internas (étnicas, sectarias, religiosas), con luchas político-militares regionales cuyos puntos de partida se remontan milenios atrás y con una lucha entre grandes potencias para establecer un nuevo orden internacional. Estas potencias intentan moldear el Medio Oriente según sus criterios, valoraciones y necesidades geopolíticas y estratégicas, repitiendo la historia.
Ello quiere decir que las soluciones de los conflictos en el mundo árabe no pasan solo por lo político o militar, sino que, como se trata de situaciones complejas, multicausales, requiere acciones igualmente complejas. Sin embargo, los Estados, sobre todo las grandes potencias, persisten en planteamientos limitados y propios de la Guerra Fría, cuando la situación es muy diferente.