En agosto de 1995, el presidente del PAN atribuyó el triunfo panista en Mexicali a "una red de 6.100 ciudadanos voluntarios que tocaron todas las puertas de todas las casas del municipio" cuatro veces a lo largo de tres meses. Estimó un costo de N$ 10 millones para la promoción, si hubiera habido que pagarla (Reforma 10 Vlll 95).
En agosto de 1994, el CEN del PRI "anunció que prepara un homenaje a más de un millón de priístas que promovieron el voto y convencieron a la mayoría de los mexicanos de que Ernesto Zedillo Ponce de León es la mejor opción". "En la Secretaría de Acción Electoral, se informó que el equipo de promoción del voto contó con varios millones de personas. De ellas, 1.000.412 se dedicaron a elaborar el padrón y a hacer un inventario de simpatizantes en todo el país." "A la fecha de los comicios, se tenían 14.394.650 simpatizantes registrados." (La Jornada 25 Vlll 94). Este último número es muy cercano al de votantes por el PRI (17 millones), lo cual quiere decir que los promotores trabajaron personalmente a cuatro de cada cinco votantes. No es imposible: catorce por promotor. Por otra parte, un millón de promotores en todo el país es 164 veces más que en Mexicali, proporción que no parece exagerada para 2.388 municipos, pero que implica un costo de N$ 1.640 millones, o sea unos 500 millones de dólares entonces.
Hace treinta años, Ernest Dichter publicó un artículo que llamó mucho la atención ("How word of mouth advertising works", Harvard Business Review Xl-XII 66) sobre el peso de la recomendación personal en las decisiones de compra. Y, desde entonces, se ha extendido mucho la organización en gran escala de redes personales de ventas, en las cuales el consumidor de un producto (Avon, Stanhome, Amway) lo promueve entre sus parientes, amigos y vecinos, a cambio de comisiones, descuentos y premios. La estructura se parece a la propagación de convencimientos con las llamadas cadenas (de cartas que hay que multiplicar) y a las pirámides financieras (de aportaciones que se multiplican, con grandes rendimientos, hasta que se esfuman). Por eso, en esta mercadotecnia se evitan las palabras cadena y pirámide, en favor de network marketing, multinivel y otras.
A fines de agosto de 1994, una persona muy activa en la promoción del voto a favor del PRI recorrió viviendas del Infonavit para escoger una que le tocaría como premio, según me contó su hijo. El premio no consistía en regalarle el departamento, sino en concederle el crédito (al cual tenía derecho), pero sin la mordida acostumbrada. Como, por esos días, se anunció el homenaje a los promotores del PRI y todo me sonó a los premios de Avon, le sugerí a un periodista que investigara cómo habían organizado a tantos promotores, cómo los controlaban y cómo los recompensaban. Pero no logré convencerlo de que la mercadotecnia política era un tema digno de investigación, especialmente después de la sorpresa del 21 de agosto.
Las pirámides, cadenas, redes o células de promoción del voto no son, por supuesto, el único recurso de la mercadotecnia política, pero sí uno de los menos visibles. Los actos públicos, las medidas populistas, su cobertura por todos los medios, llamaron más la atención. Con excepción de alguna práctica de promoción muy comentada: los desayunos pagados el día de la elección, con acarreo directo de votantes de las urnas, después del desayuno. Algo se habló también de las células empresariales, en las cuales muchos empresarios enviaron cartas, hablaron con su personal o sustituyeron la música de espera en el teléfono con mensajes favorables a la continuación del PRI. Y de las presiones y controles personales para que fueran a votar los empleados públicos. Pero la crítica se concentró en lo más visible y escandaloso: la derrama de miles de millones en los programas de Solidaridad, los cheques de Procampo y la televisión. Casi no se habló, por cierto (hasta que se vieron las consecuencias), de otra derrama populista que fue la compra de confianza con dólares baratos, tesobonos y aumento del crédito primario del Banco de México, a costa de las reservas monetarias.
Si se suma el costo de posponer hasta el sexenio siguiente la corrección de la política monetaria, más la parte de Solidaridad y Procampo desviada con propósitos electorales, más el extraordinario presupuesto del Instituto Federal Electoral, más el gasto de los partidos, más las aportaciones de origen desconocido, más el trabajo voluntario, las elecciones de 1994 tuvieron un costo de varios puntos porcentuales del PIB: de varios cientos de dólares por cada uno de los 35 millones de votos sufragados. Un nivel digno de ser considerado para el Guiness Book of World Records.
El gasto oficialmente declarado por los partidos fue de 127 millones de dólares (99 del PRI y 28 de los demás): cerca de cuatro dólares por voto. Pero únicamente las credenciales con foto le costaron al IFE seis veces más: 750 millones de dólares, según el consejero Santiago Creel, que estima el gasto global (excluyendo Procampo, Solidaridad y la compra de confianza financiera) en más de 3.000 millones de dólares (Proceso, 23 I 95). Esto daría 85 dólares por voto, antes de sumar lo demás. Sin embargo, los trapos sucios que han aparecido después, en el caso de Tabasco y de Aeroméxico, hacen pensar que se quedó corto. En Tabasco, el gasto real del PRI fue de 72 millones de dólares para obtener 290.000 votos (La Jornada 10 Vl 95), o sea 250 dólares por voto. Si los otros partidos gastaron 28 millones de dólares para obtener 18 millones de votos (menos de dos dólares por voto), no parece excesivo suponer que el PRI gastó cien veces más por voto que la oposición. ¿Por qué las elecciones mexicanas parecen ser las más caras del mundo? ¿Por qué llegar a la gubernatura de Tabasco cuesta más que llegar a la presidencia de los Estados Unidos? Porque no estamos en una dictadura, ni en una democracia, sino en un régimen tramposo para ganarse la confianza. En una dictadura, las imposiciones salen muy baratas. En una democracia, hay confianza en los procedimientos electorales, y eso baja los costos. Pero ganar a como dé lugar, guardando las apariencias, aumenta el costo, a medida que aumenta la desconfianza. ¿No te convenzo de que el déficit comercial es la cosa más sana del mundo, y quieres protegerte con unos tesobonos? Pues ahí te van los tesobonos, cuesten lo que cuesten. ¿Insistes en la necedad de ponerles fotografía a las credenciales de elector? Pues ahí tienes tus credenciales con foto, y de cualquier manera vas a perder. ¿Dices que no me acuerdo de ti más que para votar? Pero, compadre, haberlo dicho: ahí van tus cheques de Procampo y Solidaridad.
En 1994, supuse, equivocadamente, que promover el voto serviría para llegar a la alternancia en el poder. Sirvió de hecho para aumentar el costo de que no hubiera alternancia en el poder. La avalancha del voto opositor (de 6,3 a 9,5 a 17,1 millones) que se veía venir, y que el PRI no podía parar, y no paró, tuvo que ser igualada, aunque cada voto adicional para el PRI costara cien veces más que cada voto adicional opositor. El milagroso 17,2 rompió la línea descendente de 16,1 a 9,6 millones.
No hay que pensar (desanimadamente) que, si tantos mexicanos están dispuestos a votar por un régimen podrido, lo único que ganamos con rechazarlo es que sobreviva con terapia intensiva y nos cueste cada vez más. La verdadera conclusión es otra. ¿Por qué hace falta una derrama tan caudalosa para igualar la avalancha opositora? ¿Cómo es posible que la mitad de los mexicanos, en condiciones tan disparejas, prefiera no sumarse al partido que está dispuesto a pagar lo que sea? Un año después de lo que parecía una resurrección, los signos vitales del sistema lo muestran en estado vegetativo, mientras los capos se disputan los restos, y la sociedad, con temores, titubeos y prudencia, se impone en Jalisco, en Guanajuato, en Baja California.
Sería muy extraño que el PRI fuera eterno.